Cuentan que Franco firmaba sentencias de muerte mientras tomaba café en la sobremesa. El asesino de Joseba Pagazaurtundua llegó al bar donde éste leía el periódico y se tomó un café antes de ejecutar la sentencia de muerte que otros habían dictado antes, quizá tomando un café. ¿Qué tendrá el café? ¿Será algún ingrediente del café el que envenene la mente de esos muchachos patriotas y provoque en ellos instintos asesinos? Claro que no; se requiere un ambiente y unas condiciones propicias para que se desarrolle el huevo de la serpiente.
Los que vivimos en el País Vasco sabemos bien cómo se ha incubado el huevo de la serpiente enroscada al hacha que lleva tantos años emponzoñándonos. Lo sabemos especialmente los que nos dedicamos a la educación, los que en nuestros colegios hemos escuchado a niños de ocho o nueve años insultar a un compañero suyo llamándole "español", o cómo un niño se mofaba de otro porque, coloreando un dibujo, se le ocurrió colocar los colores rojo y amarillo en la misma página.
¿Por qué un niño de ocho años desprecia algo que apenas llega a comprender? ¿Dónde lo ha aprendido? ¿De quién? Un niño de esa edad ha aprendido casi todo lo que sabe en su entorno más inmediato y de las personas que le rodean y que ejercen la mayor influencia sobre sus afectos y sus aversiones. Son la familia y la escuela las que modelan la mente y el alma al comienzo de la vida. Después serán los amigos quienes ejerzan la mayor influencia sobre el adolescente que se cuestiona toda autoridad, bueno, no toda; sólo la que le interesa. Además están algunos medios de comunicación que manipulan y tergiversan la información con fines abyectos. Y, por supuesto, los políticos que alientan o consienten la violencia de "esos chicos" tan patriotas.
No. La culpa no es del café. Es de la mala leche que se toma desde la infancia y provoca que se considere un acto de patriotismo asesinar a sangre fría al vecino de al lado.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 30 de marzo de 2003