Con Woods atrás, el torneo está abierto. Una docena de jugadores se cree que puede ganarlo. Es la tercera ronda, cuando los favoritos deben empezar a hacer sus apuestas, y aún algunos aventureros pueblan el leaderboard. Está el extraordinario Ricky Barnes, el estudiante teñido; están Jonathan Byrd, otro rookie; el escocés Paul Lawrie, quien en Augusta sólo conocía el corte. Y media docena más. Maggert, Olazábal, Singh, Els, Mickelson... Como perdidos en un laberinto, avanzan y retroceden, marionetas moviéndose al ritmo que les marca el campo: birdie, eagle, bogey, doble bogey, recuperaciones milagrosas, distracciones pavorosas: se mueven si parar y, como Penélope la tejedora, están siempre en el mismo sitio. Atrapados en su memoria repiten errores y aciertos. Amagan y no arrancan. Condenados a no avanzar. Menuda pandilla.
Ernie Els, guiado por la máxima la fortuna sonríe a los audaces, fue capaz por la mañana, en los hoyos que le faltaban para terminar la segunda ronda, de salvar el par en el 13 y en el 15, los dos pares cinco, después de irse al agua en ambos para cerrar una tarjeta de 66 golpes, la mejor del día. Siguió arriesgando por la tarde, desatendió la voz que resuena en todos los hoyos de Augusta, la que dice desconfía del camino recto, no vayas por donde parece más fácil, y se lanzó: con un tiro directo a la bandera, un hierro 3, embocó desde la calle del siete, un eagle que le dejó en el par; con un tiro directo a la bandera en el insidioso 16, a punto estuvo de embocar al vuelo, pero la bola pasó a un centímetro del agujero, y aquello era un tobogán y la bola siguió bajando y se fue del green: el ace (hoyo en uno) se convirtió en bogey. Del par al más uno, en la senda de todos. En la misma senda que siguió poco después el insolente de Ricky Barnes, imponente con su físico muscular de futbolista heredado de su padre, Bruce, jugador de los New England Patriots en los años 70. Por la mañana, el ganador del US Amateur, un descarado universitario de Arizona con pintas a lo Malucci -el mismo corte de pelo aunque con mechas rubias-, el médico metepatas de Urgencias, le había mojado la oreja a Tiger Woods, que había estado fatal, y aceptó el papel de Benton, el hosco cirujano de la misma serie. Por la tarde su valor chocó con lo establecido, con Augusta.
No fue inmune a la paralización ni el que comenzó de líder, Mike Weir, un diminuto canadiense zurdo que hizo suyo el dicho a falta de driver bueno es el putter. Comenzó la tercera ronda y la comenzó tan fuerte que en el hoyo dos aventajaba en seis golpes al grupo de segundos y en 12 golpes a un Tiger Woods al que había que ir a buscar al último grupo, al que con +5 había pasado rozando la línea del corte. La presión comenzó a minarle el swing. Entró en terrenos de donde no le podía sacar su putt, en lagos y arroyos. Terminó por detrás del nuevo líder, un veterano fabricante de birdies llamado Jeff Maggert.
Olazábal terminó la segunda ronda quinto, a seis golpes del primero. Olazábal es todo menos un pegador, es un artista resistente, uno que aguanta y aguanta cuando los demás estallan, uno que es capaz de dar un golpe malo, muy malo, como el hierro que ayer por la mañana le llevó al peor rincón del green del nueve, su último hoyo, allí abajo, en la zona de hierba oscura, con un inclinado talud a su izquierda y la bandera pegada. Llegó a la bola Olazábal sintiéndose miserable, sabiendo que todo su trabajo de alfileres podía irse al traste. Tiró el palo, tomó aire y pensó. Un chip era imposible: no tenía apenas dónde dejar botar la bola sin que ésta tomara la pendiente y se largara al otro lado, y un putt sonaba a medida desesperada. Agarró el putter como aquel que no puede hacer otra cosa. Lo agarró contra toda esperanza: la hierba estaba a contrapelo y mojada, le sería casi imposible llegar al green de la hierba corta y clara, pero golpeó y el momento mágico se produjo. La bola superó el obstáculo, la bola tomó la corriente correcta, la bola se dirigió directa al agujero. Se quedó a 20 centímetros. El par estaba salvado. "Sí, pero así no se puede aguantar mucho", razonó Olazábal, el pesimista. "No me encuentro a gusto, estoy siempre luchando contra algún fallo. Y golpes extraordinarios no se pueden dar en todos los hoyos". Por la tarde, cuando ya García se había hundido definitivamente, siguió luchando, siguió con golpes extraordinarios para salvar tremendos problemas, y, por primera vez en el torneo, entró en números negativos. Siguió quinto, pero a sólo cuatro golpes de Maggert.
Y así estaban todos, de acá para allá sin salir del hechizo cuando Tiger Woods recuperó el putt. Un par de canutazos de 10 metros por aquí, otro par de birdies aprovechando los pares cinco, un toque de calidad por aquí, un hierrazo por allá, y seis birdies como quien no quiere la cosa. Ningún bogey, lo que es la clave. Y hele aquí, con todos los que creían haberlo perdido de vista, a cuatro golpes del líder. Con todos los que saldrán hoy pensando que una vez más, el Masters será cosa del ganador de los últimos dos años.
"Club de cerdos"
Apenas tres docenas de personas acudieron a la llamada de Martha Burk, presidenta del Consejo Nacional de Organizaciones Feministas de Estados Unidos, para exigir al Augusta National Golf Club el final de su política de no admitir mujeres como socios. Un enorme cerdo hinchable, rosa precioso, presidió los actos. En su lomo, un cartel: "Club de cerdos ejecutivos Augusta National". Y añadía el logotipo de algunas de las multinacionales cuyos ejecutivos son precisamente socios de Augusta: American Express, Coca Cola, IBM, ATT, Microsoft, Ford, Motorola...
Encerrados en un prado de tres hectáreas y rodeados de más de 100 policías, imponentes con sus sombreros de sheriff y plácidamente apoyados en sus coches, los manifestantes, que vestían en su mayoría camisetas verdes, irónico remedo de la chaqueta de Augusta, exhibieron carteles, pasearon y escucharon fervorosamente las intervenciones de media docena de oradoras en pro de la igualdad de oportunidades y en contra de la discriminación sexual. "Pedimos a los miembros de esas empresas que dimitan como socios de Augusta", dijo Burk. "Mientras nosotras pagamos, los ejecutivos juegan", decían algunas pancartas.
Los periodistas, fotógrafos y cámaras triplicaban a los manifestantes y permanecieron expectantes por si había enfrentamientos con los anunciados contramanifestantes, pero éstos no aparecieron.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 13 de abril de 2003