La ley antibotellón prometía la paz para los sufridos vecinos del centro. Pero parece que el Gobierno que la impulsó es el primero que no muestra ningún interés por cumplirla. Basta pasearse por Malasaña para comprobar que las calles continúan llenas de jóvenes que beben, ensucian, hacen ruido y demás.
¿Tan difícil sería sacar alguna que otra patrulla que controlase un poco a los jóvenes que invaden cada fin de semana nuestras calles? ¿O es que resulta más rentable seguir subcontratando servicios de limpieza atronadores con los que nos desvelan a las ocho de la mañana del domingo cuando por fin hemos logrado conciliar el sueño?
Todavía no he escuchado a Ruiz-Gallardón ni a Trinidad Jiménez hablar del asunto. A lo mejor creen que ya está resuelto. Nada más lejos de la realidad. Todo esto no sucedería si la gente que viene al barrio a beber y pasarlo bien fuese un poco más respetuosa y se diera cuenta de que esto no es un decorado de Port Aventura, que detrás de los balcones hay personas intentando dormir. Pero eso sería otra historia.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 14 de abril de 2003