Nina Simone, de verdadero nombre Eunice Waymon, fue una de las figuras más extraordinarias e inclasificables de la música afroamericana. Educada en la neoyorquina Escuela de Música Julliard, ansiaba convertirse en concertista de piano, pero -según ella recordaba- pronto comprendió que el color de su piel era un obstáculo insalvable. Dio clases de piano antes de desembocar en el mundo de los locales nocturnos y de las grabaciones para compañías pequeñas. Su vibrante versión de I love you Porgy, de Gershwin, fue un éxito en 1959. De hecho, se trató de su único éxito en Estados Unidos. Por las mismas fechas grabó My baby just cares for me, una interpretación que triunfaría en Europa décadas después gracias a una campaña publicitaria.
En términos comerciales, ésas fueron las coordenadas de su carrera: adorada en Europa (especialmente, en esa Francia que aprecia la autenticidad), mirada con suspicacia en su país natal. En los sesenta, Simone evolucionó desde la lucha por los derechos civiles a una militancia negra y una exigencia de justicia social que determinaron un paulatino distanciamiento del mundo del espectáculo. Sus grandes grabaciones para el sello Colpix incluyen temas como I put a spell on you, Work song o Don't let me be misunderstood. Esta última fue recreada con dramatismo por The Animals británicos. En España también triunfaría un Sinner man inspirado por su versión. En posteriores discográficas, con una creciente amargura, Simone alternaría entre el repertorio de club nocturno y su cancionero más comprometido, con alguna concesión a las modas (temas de George Harrison, The Bee Gees o el musical Hair). Tuvo la desdicha de coincidir en tiempo -y, a veces, en reper-torio- con otra ardiente cantante-pianista formada en la iglesia, Aretha Franklin, que aceptó ser promocionada como símbolo de negritud y cuyos productores supieron sacar lo mejor que tenía.
En sus discos de estudio, Simone lo mismo parecía cantar en piloto automático que estar poseída por demonios interiores. De ahí que su currículo incluya numerosos discos hechos en directo, donde solía aparecer su inconfundible fuego interpretativo. Los promotores aprendieron que contratar a Nina era un negocio de alto riesgo: irascible y altiva, ella podía ser una pesadilla, una fuente de mal rollo que ocasionalmente también caía sobre el público. Sin embargo, en una buena noche se apreciaba su monumental talento: hacía propias unas canciones de las más variadas procedencias -soul, jazz, folk, pop, gospel, blues, musicales- con pasmosa naturalidad. Y se comprobaba que era una artista única: Roberta Flack y demás discípulas jamás pudieron osar acercarse a sus cimas de pasión.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 22 de abril de 2003