Después de masticarlo mucho tiempo, el Tribunal Superior de Justicia ha regurgitado, a un mes de las elecciones municipales y autonómicas, el caso del Teatro Romano de Sagunto convertido en un despojo a medio digerir. Con la orden de levantar la piedra superpuesta a los restos cien veces manipulados de las antiguas gradas y de derribar el muro de la escena para recuperar el supuesto aspecto original del monumento, ha resuelto convertir la reforma de los arquitectos Grassi y Portaceli, que vulnera la ley del patrimonio, según estableció en su primera sentencia de 1993, en una indigesta ruina arquitectónica. Y algunos se han alegrado. Precisamente aquellos de quienes el tribunal ha esperado, con escaso disimulo, una palmada de sentido común que le permitiera engullir de una vez tan engorroso asunto. Bastaba un mero acuerdo entre las partes, es decir, entre los gobernantes del PP en la Generalitat y el abogado promotor de la denuncia, Juan Marco Molines, ex diputado de ese mismo partido. Pero no. Los populares prometieron hace ocho años derribar la reforma del teatro y, en ese tiempo, no han encontrado el momento procesal oportuno para llevar el compromiso a las últimas consecuencias ni tampoco para darle un carpetazo, tan razonable como conveniente, que los jueces hubieran aceptado aliviados. Dos legislaturas después, el caso vuelve a la mesa, ahora con un aspecto decididamente repugnante. La de Grassi y Portaceli fue una intervención polémica y, por lo visto, ilegal, pero es también una notable obra de arquitectura. Lo que quedará, si se ejecuta el fallo, será sólo un desastre. Eso ocurre cuando la política resulta tan mediocre y recurrente, tan incapaz de atajar heridas gangrenadas. No es el único ejemplo. Vean, si no, al candidato Camps desgastando de nuevo la promesa de una reforma del Estatuto de Autonomía mil veces aplazada. Vean al consejero de Sanidad, Serafín Castellano, poniendo cara de asombro ante el enésimo brote de legionela en Alcoi, por no hablar del trasvase y de más cosas. Algún día los valencianos tendremos gobernantes eficientes, gentes capaces de pactar con sensatez, políticos que sepan mirar hacia delante. ¡Algún día!
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 28 de abril de 2003