Desde su despegue (como siempre en el cine de John Sayles) cadencioso, murmurado y de vuelo rasante, que poco a poco nos eleva a un país imaginario del que sin darnos cuenta nos hemos hecho ciudadanos, La tierra prometida tiene algo de muestrario antológico de este cineasta estadounidense de mirada generosa, que sigue haciendo su obra calladamente, apoyado en la creciente atracción que ejerce sobre muchos intérpretes muy cotizados que desean trabajar, y así reaprender su oficio, con él.
En La tierra prometida, Sayles recupera su gusto -y con su pericia para mantener el crecimiento del relato sin crisparlo, en tiempo de adagio- por los cruces de historias y de itinerarios biográficos; y nos propone la visión desde dentro de la vida, en una isla de Florida, una antigua colonia de esclavos liberados que, poco a poco, fueron cediendo espacio a la presión blanca y ahora se encuentran ante un zarpazo del capitalismo salvaje, que ve en las playas de esa isla una mina para el negocio turístico.
LA TIERRA PROMETIDA
Direccción y guión: John Sayles. Intérpretes: Edie Falco, Angela Basset, Jane Alexander, Timothy Hutton, Mar Steenburger, James Mc Daniel, Mary Alice, Bill Cobbs. Género: drama. Estados Unidos, 2002. Duración: 135 minutos.
La película cuenta el rechazo a ese zarpazo por unos cuantos isleños dispersos, gente que con calma y astucia planta cara a la regresión que conlleva someter la identidad de su isla a un mercado. Son gente que deja ver la superioridad de su cultura, de su forma de vida, sobre una anticultura, una forma de muerte, que les amenaza con enriquecerlos como forma de destruirlos. Los relatos que Sayles trenza con exquisito sentido de la unidad son un hermoso canto a lo que aún queda de nosotros bajo los escombros de una civilización que, al secuestrarnos, nos envilece.
Es La tierra prometida el canto de un cineasta libre a la gente libre, y la sustancia de ese su canto es el último paisaje humano, el último lugar de la vida, la tierra prometida, un microcosmos en el que se reproducen, a través de las destilerías de la mirada de un observador amistoso llamado Sayles, los procesos esenciales de la vida y la convivencia, la dificultad de vivir, la cultura del esfuerzo y los mitos caseros, casi íntimos, que quedan flotando en la memoria de las comunidades primordiales, esas que, de la mano de John Ford, suben a la pantalla para lograr allí la hazaña de convertir su territorio en un ámbito emocional. "Estamos aquí para defender una especie en extición: nosotros". El filme relata, desde dentro, ese combate.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 2 de mayo de 2003