"Sontag" quiere decir "Domingo". Pero el día de Susan Sontag no es jornada de reposo, ni día del Señor. Es día de Luz. Y si escribo la palabra con "ele" mayúscula es porque esta mujer victoriosa, vencedora de la enfermedad, expatriada de la muerte, americana universal, pensadora insatisfecha, crítica de su patria cuando los EE UU se traicionan a sí mismos, hermana de las incontables víctimas de la violencia histórica, pensadora del pasado para entender mejor el presente, definitiva definitoria de la "interpretación" de la modernidad, es, sobre todo, novelista.
¿Qué clase de novelista? En la gran línea de Hermann Broch, polifónica. El amante del volcán, En Amér ica, son coros narrativos en los que la gran ensayista, heredera de Walter Benjamin y de Isaiah Berlin, expande el territorio de la narrativa para incluir historia, filosofía, pasión personal, biografía, ensayo y fábula, todo ello inmerso en una conciencia del mundo que, mágicamente, excluye la conciencia autoral.
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Hay un "yo" invisible en las novelas de Sontag y nada ilustra mejor este aserto que el maravilloso "capítulo cero" de En América, la obertura casi operística de un "drama gioccoso", que diría Mozart, en la que los personajes de la obra están todos presentes en una reunión espectral, atemporal, puramente imaginativa, a la cual asiste ese "yo" invisible que enseguida desaparecerá para dar curso a la obsesiva saga de los expatriados -que no inmigrantes- a una América que sólo inaugura su modernidad gracias a su extranjeridad -el flujo de Europa al Nuevo Mundo- y luego se incorpora a la derrota del olvido norteamericano, el país que quiere ser puro futuro.
Por eso Susan Sontag aterriza en América como un ave solitaria, bella y ligeramente amenazante, para decirle a sus compatriotas:
-Recuerden.
La memoria propuesta por Sontag no es ajena a la incomodidad de saber que la insatisfacción es el motor de la energía y que la felicidad es sólo un instante fugaz, y no ese derecho beato prometido por los documentos de la fundación nortamericana. "Mi América se llama Europa", declara Sontag con orgullo desafiante. El desafío es el de ampliar constantemente el horizonte de la cultura. Hallar la unidad posible sólo en virtud de una cultura multidimensional. Asumir la carga del pasado, y darle a todo ello forma literaria. Sontag, la narradora de ficciones, asume el descrédito de las viejas máximas de la crítica doméstica anglosajona (ejemplo: E. M. Forster en Aspectos de la novela). Sontag niega la buena educación de escribir novelas con inicio, mitad y fin. Y se suma, junto con sus amigos Juan Goytisolo y José Saramago (entre otros), a la creación de novelas de proceso y transición porque sólo son parte de una narración interminable...
"Mi América se llama Europa", dice la eminente ganadora del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2003 anunciado ayer en Oviedo. Esa "vieja Europa" despreciada por lo que Susan Sontag denomina, sin titubeos, el fundamentalismo imperialista del Gobierno de George W. Bush, "un presidente robot", mera figura de una sociedad movida por la fuerza, la ambición y el lucro. Lo que Sontag denuncia es la mentira como velo de la violencia. Nos pide reflexionar sobre la violencia de quienes designan y deciden la realidad de la guerra. Lloremos juntos, dijo el 11-S, pero no seamos estúpidos juntos. Los EE UU son fuertes, pero tienen que ser algo más que "fuertes". Tienen que ser una promesa con memoria, una libertad crítica, un derecho radicado en la humanidad de cada ciudadano. "Hay tanto que admirar. Hay tanto que deplorar", dice esta mujer de tiempos múltiples, la Sontag moderna que nos describe, en El amante del volcán , y En América, que la experiencia nacional sólo se intensifica mediante la experiencia universal. Y que un escritor no es lo que representa, sino lo que escribe.
Muchos domingos, Sontag.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 8 de mayo de 2003