Narrador potente y desigual, capaz de lo mejor y rozando a veces si no lo peor al menos lo desequilibrado, Javier García Sánchez ha alcanzado casi la cincuentena inasequible al desaliento. Autor de dos libros de poemas, tres de cuentos y otros dos de ensayos, aparte de esas 12 novelas ya contadas -más una para adolescentes, El sueño de Escipión, eliminada de sus bibliografías-, no es un autor que pueda ser pasado por alto, aunque sólo fuera porque en alguno de sus libros ha rozado la maestría, como en La dama del viento sur (1985), historia bernhardiana de la autodestrucción a que puede llegar un amor imposible, y El Alpe d'Huez (1994), una excelente narración casi jansenista basada en el ciclismo, y utilizo dicho adjetivo por la esforzada búsqueda del absoluto -deportivo, pasional y literario- que representa.
DIOS SE HA IDO
Javier García Sánchez
Planeta. Barcelona, 2003
350 páginas. 18 euros
Otras de sus obras tampoco son despreciables, y rozan la auténtica calidad, por ejemplo, en la histórica sobre un amor gay, Última carta de amor de Carolina von Günderrode a Bettina Brentano (1986) o en la desmesurada El mecanógrafo (1989) o en la que le proporcionó el Premio Herralde en 1991 por La historia más triste, otra fábula del amor total que se destruye a sí mismo. Todas sus novelas son avatares de amor insatisfecho que desembocan en trágicos holocaustos personales, y esta nueva tampoco parece ser una excepción a la regla, pues el "Dios" cuya ausencia aquí se proclama no resulta ser más que el vacío que la desaparición del amor -de la esposa y de los hijos- ha dejado en el narrador.
En esta Dios se ha ido, García Sánchez ha iniciado un cambio en su manera de hacer que no ha terminado de definir bien. Me explico: ha dado un giro total a sus procedimientos expresivos, basados hasta hoy en la intensidad y la tragedia, para escribir una fábula cómica, un libro que en principio se pretende sobre todo "divertido". Quizá estaba cansado de tanta desgracia inerme y ha decidido tomarse las cosas menos en serio.
El narrador es un ya no tan
joven bibliotecario en una pequeña ciudad, aficionado al ajedrez, que tras vivir 25 años con su esposa y tener tres hijos con ella se ve abandonado al parecer de manera irremediable en un domicilio situado en una urbanización cuyos bloques, vecinos y manías describe con resentimiento, lo mismo que sucede con su doméstica, sus raros amigos, sus escasos ligues y en general el mundo que le rodea, sobre el que ejerce una crítica bastante brutal, trufada de vez en cuando por juegos y metáforas extraídas de su trabajo, lecturas, pequeños fracasos domésticos y del ajedrez. En resumen, su texto -muy desordenado y sobre todo discursivo, que hasta muchas veces se vuelca en lo metanarrativo, dialogando con los lectores que se imagina- es a la vez crítico, sarcástico y se pretende humorístico al centrarse en su propia persona siempre automaltratada para empezar. Pero todas las historias que se nos cuentan se presentan repletas de interrupciones, de meandros, de consideraciones que no conducen a parte alguna, de no ser a vaciarse en un largo lamento sobre el vacío, la inutilidad de su vida y una serie incesante de desengaños e inutilidades. En suma, el texto es más discursivo que narrativo, predominan las consideraciones sobre los hechos, se parte de una situación que apenas evoluciona, y se desemboca al final en sí misma, aunque haya momentos descriptivos y satíricos felices, sobre todo los de carácter erótico.
Tras la cita de la frase de un ajedrecista a otro ("ah ¿me tocaba mover a mí?"), que sólo se cierra al final del libro con la respuesta de su contrincante ("sí, me temo que sí") que es el que va a ganar la partida, toda la novela se reduce a negar su primera frase, esa de "el amor, a las novelas. El sexo, pagado", que es refutada sin parar, pues tampoco el protagonista sabrá nunca mover la pieza necesaria para seguir la partida. El libro se niega a sí mismo sin parar porque para su protagonista y solitario narrador, Dios, esto es el amor, se le ha ido y es muy difícil dado su talante que nada ni nadie pueda venir en su ayuda, y no cabe ayuda alguna, ni por parte de la autocrítica ni de la crítica en general -son sus mejores momentos- por mucho humor que se le intente echar al asunto. La comedia no le sienta a García Sánchez tan bien como la tragedia, pues, al fin y al cabo, la mayoría de las historias son las mismas, y le va mejor lo serio, o al menos así lo creo, con perdón.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 10 de mayo de 2003