En los últimos meses, distintas emisoras de televisión han convertido nuestros hogares en pequeños campos de batalla, nuestros sofás en trincheras de pluma y algodón y nuestros mandos a distancia en pequeños rifles de asalto contra los anuncios publicitarios. Sin embargo, a pesar de la cercanía de las imágenes, a uno le queda la impresión de estar más lejos de la realidad que nunca.
Dicen que la actualidad manda y la publicidad paga, pero, sinceramente, al combinar la imagen de una muerte en directo con la de un perfume caro no resulta difícil acabar pensando que la guerra, o lo que es peor, las protestas contra la guerra, no son más que nuevas modas patrocinadas por unos grandes almacenes.
Lo más preocupante de todo esto no es la facilidad con la que obviamos los hechos. No es haber olvidado dónde está Kandahar o no recordar los nombres de los ministros argentinos corruptos. Lo más preocupante es la extraña sensación que aparece cuando no distingues la realidad de la ficción. Sorprende no ver en un late show a Bin Laden o a Husein bromeando sobre lo ocurrido. Sorprende no poder nominar a los soldados para que sean fusilados. Sorprende no disponer de un oferta de pay per view con un pack que incluya dos guerras más una de regalo si te abonas entre los 1.000 primeros.
Quizás yo sea un bicho raro, un cínico o un loco, pero al ver caer las torres del World Trade Center, las mezquitas afganas y las estatuas de Sadam Husein hubiera jurado que todo formaba parte de una misma trilogía cinematográfica. Y si es una trilogía, espero que tras esta última entrega pongan "Fin" y se ahorren los títulos de crédito.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 15 de mayo de 2003