COMO PROFESOR de inglés he tenido ocasión de participar con mis alumnos en un programa de intercambio en Suecia. Cuando se parte hacia un lugar desconocido, uno suele tener una serie de ideas preconcebidas que la mayor parte de las veces van desapareciendo a medida que pasan los días. En Suecia, el clima, que creía gélido e inhóspito, se dulcifica a finales de primavera hasta ser maravillosamente benigno: tanto que sus bosques se llenan de bayas y setas variadas. Sus gentes, a quienes presumía distantes o frías, resultaron ser anfitriones cálidos y hospitalarios. En cuanto a la riqueza del país, los suecos no parecen carecer de nada de lo que se considera necesario o útil, pero sus casas y sus edificios públicos resultan sencillos a la vez que acogedores -ni siquiera los magnates parecen tener casas ostentosas-. Además he tenido la oportunidad de presenciar las reacciones de mis alumnos adolescentes: su reticencia ante las comidas extrañas (patatas sin pelar, ensaladas sin aliño, salsas enigmáticas...) y su admiración un poco naïf por una vida escolar poco reglamentada, muy flexible, con cierto aire de anarquía respetuosa y civilizada.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de mayo de 2003