El otro día en el tren observé a un niño de unos cuatro o cinco años que dibujaba a un hombre. Cuando tuvo que pintar el rostro buscó un color carne o rosado, pero al no encontrarlo escogió el color negro y negra pintó la piel del hombre. La actitud del niño me sorprendió porque hace unos quince años, cuando yo tenía su misma edad, ni yo ni ninguno de mis compañeros de clase hubiera actuado así. Recuerdo que si no teníamos el color adecuado a nuestro tono de piel nos enojábamos y nunca se nos ocurrió utilizar el marrón o el negro.
Tal anécdota, en apariencia insignificante, refleja el cambio que en cuestión de pocos años se ha producido en nuestra sociedad. La proporción de población inmigrante comienza a ser importante y sin embargo no tienen el peso decisorio que democráticamente les correspondería. En las próximas elecciones municipales, algo menos del 10% de la población mayor de edad de Barcelona no podrá votar. ¿El porqué? Son inmigrantes sin nacionalidad española. Y eso a mi juicio no tiene ningún sentido. Por eso pido que todo aquel empadronado por más de un año en su municipio de residencia (tiempo suficiente para conocer la realidad política del país) pueda votar. Pido, en definitiva, un verdadero sufragio universal.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 18 de mayo de 2003