De forma agónica y con el primer tiro de plata en los grandes torneos, el viejo Oporto se subió de nuevo al gran vagón del fútbol europeo, del que llevaba apeado muchos años. Menos que su contrario, el Celtic, al que su admirable tesón no le sirvió para desenterrar el recuerdo de Johnstone, McNeill, Gemmell y otros imborrables de décadas pasadas. Pero en estos días la garra no le alcanza tanto. Si de fútbol se trata, el Oporto tuvo más y exhibió recursos más variados para ganar una final de vuelo raso pero enorme carga de emotividad. Y, sobre todo, tuvo a Deco, que estuvo un cuerpo por encima de todos los actores de la noche sevillana.
CELTIC 2 - OPORTO 3
Celtic: Douglas; Mjdllby, Balde, Valgaeren (Laursen, m. 64); Agathe, Lambert (McNamara, m. 76), Lennon, Petrov (Maloney, m. 104), Thompson; Sutton y Larsson.
Oporto: Vítor Baía; P. Ferreira, Jorge Costa (Emanuel, m. 71), R. Carvalho, Nuno Valente; Maniche, Costinha (R. Costa, m. 9), Deco, Alenichev; Capucho (M. Ferreira, m. 98) y Derlei.
Goles: 0-1. M. 45. Derlei, tras un rechace de Douglas. 1-1. M. 47. Larsson, de gran cabezazo.
1-2. M. 54. Alenitchev marca por bajo. 2-2. M. 57. Córner que cabecea Larsson. 2-3. M. 115. Derlei aprovecha un rechace de Douglas y marca de fuerte disparo.
Árbitro: Michel (Eslovquia). Expulsó por dos amarillas a Balde (m. 95) y N. Valente (m. 120). Amonestó a Valgaeren, Maniche y Lennon.
Unos 50.000 espectadores en La Cartuja de Sevilla.
Cada uno a su manera, el Celtic con la pierna fuerte de toda la vida en el fútbol escocés y el Oporto con formas más sutiles, ambos equipos quisieron exprimir su mejor vía: Larsson, los verdiblancos, y Deco, los portugueses. Una ecuación antagónica que retrató a unos y otros. Larsson, que lleva toda la vida enchufado con el gol, es un jugador de descarga y remate. Le gusta recibir la pelota de espaldas, orientarla a una orilla y dejarse caer al área rival en busca de su presa. A Deco, parido en Brasil y acunado futbolísticamente en Portugal, le gusta la pausa y el engaño; adora el regate y se gana las habichuelas con mucha imaginación. Dos formas de entender el juego a las que Celtic y Oporto han sido fieles a lo largo de su rancia historia, dos estilos que les han desterrado de la élite durante décadas, en buena medida por la sencillez de sus dilemas domésticos, lo que les resta competitividad en las grandes aventuras europeas.
Bastó que se desperezara Deco para que el equipo de Mourinho metiera en el agujero al Celtic. Fue el brasileño quien descosió el duelo cuando languidecía el tedioso y sofocante primer trecho. El nuevo internacional portugués se sacudió de encima al rubicundo Lennon y mostró el camino a sus compañeros. Primero, tras un control magnífico en el que abrochó en el aire la pelota y luego la arreó con todo contra los puños de Douglas. En un suspiro, en la siguiente jugada, descuartizó a los culturistas centrales del Celtic y adivinó con el rabillo la soledad de Derlei. El gol abrió los ojos a la hinchada lusa, a la que Deco hizo desempolvar el rastro de Madjer, héroe de la final de la Copa de Europa levantada por el Oporto hace 16 años. De paso también debió aupar las cejas de intermediarios y candidatos presidenciales de las grandes Ligas.
Con la trastada de Deco, al Celtic no le quedaba otro remedio que colgarse del cuello de Larsson, una buena salida si se tiene en cuenta que el sueco ha sembrado 200 goles con los católicos de Glasgow desde que aterrizara en 1997. Por otra parte, mejor o peor, el Celtic no tiene otra seña de identidad, salvo una muchachada muy guerrera. Con fe, en la primera secuencia tras el descanso, el equipo de O'Neill encontró lo que con poca decisión había buscado hasta entonces. Todo muy simple, un mero atavismo: un lateral a la carrera revienta el balón como puede con tal de que vaya al techo del área. Del resto se encargó Larsson, que metió la cabeza mientras Baía se hacía la foto bajo el larguero.
De vuelta al tajo con el empate, otra vez Deco cogió turno para burlar a los pesadotes defensas del Celtic. Distrajo a todos el tiempo suficiente para esperar la llegada de Alenichev, para el que dibujó un trazo magnífico, un pase acariciado, lleno de ingenio, que dejó a su compañero en la sala de espera de Douglas, al que superó con acierto. Definitivamente, el partido quedó dislocado. El equipo escocés aceleró el pulso, se despojó de los complejos que exhibió en el primer tramo, y sembró de espinas La Cartuja. Por las bravas, sin tiempo para estupideces y con los tacos bien afilados, el Celtic se lanzó al cuello del Oporto, hasta que Larsson -con la coronilla, por supuesto- le premió de nuevo.
A falta de otro punto de cordura que el de Deco, la final aumentó los decibelios, lo que siempre complace a equipos más pulidos para cuestiones bélicas que para retos armónicos. Y, puestos a mordisquear el cuchillo, pocos como los escoceses. Molidos a palos, forrados de cardenales, los jugadores del Oporto acabaron hartos de restregarse por la pradera. Sobre el barbecho, el Celtic, al estilo Braveheart, se sintió como en sus dos patrias, en medio de Glasgow y en su amada Irlanda, en la que arrastra multitudes de feligreses. El Oporto pudo redimirse camino del gol de plata que la UEFA se ha sacado de la chistera cuando Balde puso a Derlei por las nubes tras un atropello en el centro del campo. Al Celtic le quedaba la heroica, la resistencia en inferioridad en medio de la chicharrera que azotaba Sevilla. Como en toda prórroga, el choque alcanzó un elevado grado de tensión, con las dos admirables hinchadas al borde del colapso. Hasta que el habilidoso Derlei, el mejor socio de Deco, rindió tributo al Oporto y resucitó a un clásico que llevaba años dormitando. Al Celtic le resta lo de siempre: su hinchada le recordó que jamás caminará solo, tarde lo que tarde en acercarse de nuevo a la cima.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 22 de mayo de 2003