A juzgar por los recuentos provisionales del voto, en los comicios locales del 25-M no ha habido vuelco electoral. Es verdad que la oposición podría haber vencido en número de votos, pero no ha logrado arrebatar al Partido Popular las plazas fuertes más disputadas. Quizá podría hablarse de empate, pero dadas las expectativas que había sólo hace un mes, se trata en realidad de una victoria de Aznar. Lo cual produce una amarga sensación de injusticia histórica, pues de confirmarse estas primeras estimaciones, su resultado podría interpretarse como una convalidación por parte del electorado español de la más reciente -y más negativa- ejecutoria de Aznar.
En lugar de emitirse un masivo voto de castigo, como expresión de protesta por los tres puntos negros del último año del Gobierno -huelga general, desastre del Prestige y agresión a Irak-, por el contrario este domingo se habría dado un tácito voto de perdón, si es que no de apoyo al extremado derechismo de su política económica -que sanea la economía a costa de incrementar la exclusión y la desigualdad social- y de seguridad -con el incremento de la represión judicial como su peor pero más demagógico punto negro-. Es el clásico voto del come y calla que caracteriza a las clases medias.
Pero esta remontada electoral también se debe a razones técnicas, como son la desigual distribución del abstencionismo, que no parece haber beneficiado claramente a la izquierda, y la aleatoria agregación del voto en unas elecciones en mosaico como éstas, donde se vota no al Gobierno sino a las autoridades locales. Además se puede discutir el peculiar estilo de la campaña electoral de Llamazares y Zapatero, cuyo reparto de papeles entre el duro y el blando ha venido a recordar los efectos del pacto del año 2000 entre Frutos y Almunia. Esto querría decir que el cambio tranquilo aún está verde.
Pero estas explicaciones, aunque plausibles y pertinentes, palidecen ante el incuestionable tirón que ha tenido la remontada de Aznar, cuyo exclusivo protagonismo ha robado el partido a socios y rivales, por bronco y marrullero que haya sido su sucio juego plebiscitario, sin escrúpulos para amedrentar al electorado más desinformado por los medios que sirven al Gobierno. El estilo político de Aznar siempre ha sido el de un energúmeno, pero este último año ha sobrepasado todos sus límites, pues la recta final de su campaña se ha caracterizado por la indignidad, suplantando a sus segundones, amenazando a diestro y siniestro y despreciando a todo el mundo.
¿Cómo explicar la hiperactividad del último Aznar, volcado a tan histéricos ejercicios de protagonismo electoral? Una razón es el cálculo, a fin de invadir el escenario secuestrando la agenda con su monopolio de la iniciativa: ladran luego cabalgamos. Y dado que las audiencias se dejan seducir por el éxito que sonríe a los favorecidos por la fortuna, Aznar apostó por contrarrestar con su sobreactuación mediática el mal recuerdo de la guerra de Irak: que hablen de uno aunque sea mal. Pero hay algo más, y es que Aznar aspira a dejar el poder no haciendo mutis por el foro ni saliendo de tapadillo por la puerta trasera -como hubo de hacer González ante el abucheo del respetable-, sino a hombros, por la puerta grande y entre ovaciones.
Esta campaña ha significado la apoteosis de Aznar, que quería retirarse del poder en la cúspide de su gloria. Justo al revés que González, cuya indigna salida quiere Aznar por todos los medios evitar. Pues todo presidente quiere superar a sus predecesores, y por eso Aznar nos metió en la guerra de Irak, emulando al González que nos metió en la OTAN contra nuestra voluntad. Pero lo que no quería era padecer la degradación de González, repitiendo su decadencia electoral. Por eso Aznar anticipa su salida del poder cuando aún se halla en todo su apogeo, y para ello precisaba ganar estas elecciones -o no perderlas al menos-, pues en ellas se jugaba la reputación de caudillo invicto con la que necesita retirarse. ¿Lo habrá logrado?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 26 de mayo de 2003