El pasado 25 de mayo me llevé un par de sorpresas al estrenar mi derecho de voto como residente de otro país europeo en España, al presenciar el procedimiento empleado en las elecciones municipales de un pueblo "en vías de desarrollo".
Al llegar al colegio electoral me sentí irritada: una señora de la mesa electoral llevaba una camiseta con el anagrama del PP que cubría todo su pecho. No sé si esta señora desconoce el principio democrático del libre ejercicio del voto o si intentaba influir sobre algún que otro votante indeciso para que entregase su voto a su partido.
Tras manifestar que era la primera vez que ejercía mi derecho de voto en España, otro ayudante de la mesa electoral me señaló el lugar donde se hallaban las papeletas con las listas de los candidatos de todos los partidos; que debía escoger la papeleta del partido que quería votar y meterla en uno de los sobres. Me temo que tan sólo para alguien con la espalda lo bastante ancha como para tapar aquella mesa, estas elecciones habrán podido ser secretas. Dado que no es mi caso, cada uno de los presentes pudo ver perfectamente qué partido elegí.
La conclusión de esta primera experiencia electoral es la siguiente: de los tres principios que garantizan unas elecciones democráticas -ejercicio libre, general y secreto del voto-, dos se pasaban por alto; las elecciones municipales a las que yo asistí el domingo no eran ni libres ni secretas. A lo mejor deberían solicitarse para las próximas unos observadores independientes como suele hacerse en otros países carentes de democracia.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 3 de junio de 2003