Selecciona Edición
Selecciona Edición
Tamaño letra
Crítica:

El armazón del tiempo

Nacho Criado, pionero en el arte experimental de los años sesenta, construye una compleja escenografía sobre el drama existencial. Siete instalaciones y cuatro dibujos dan cuenta de la espléndida madurez de este artista que transmite la inquietud de lo misterioso.

La exposición de Nacho Criado (Mengíbar, Jaén, 1943), está compuesta por siete instalaciones y cuatro dibujos, la mayoría fechados en el presente año. Activo desde el ecuador de 1960, Nacho Criado fue uno de los raros casos de artista experimental de nuestro país, según el modelo del vanguardismo terminal, entre el arte conceptual, el minimalismo y sus múltiples metástasis, lo cual, en la época en que él lo practicó, antes de la muerte de Franco, lo convirtió en una figura histórica no exenta de pintoresquismo. De esta manera, aun siendo uno de los escasos héroes locales de los Encuentros de Pamplona de 1972, Criado ha tenido que sobrevivir a contracorriente, como suelen hacerlo, por lo demás, los artistas de fuste. Han transcurrido más de treinta años desde entonces, y, como ahora vemos, él sigue en lo suyo y nosotros nos vemos obligados a volver sobre él.

NACHO CRIADO

Galería Metta

Villanueva, 36. Madrid

Hasta el 30 de junio

Que Nacho Criado siga en lo suyo, no significa que no haya evolucionado y, sobre todo, que su trayectoria no redunde en la espléndida madurez con que, desde hace unos años, nos sorprende. A partir de la obra que ahora exhibe, toda ella una "instalación" de "esculturas" de hierro y cristal, los primigenios y simbólicos materiales de la Revolución Industrial y, por tanto, auténticos emblemas de la vanguardia histórica, pero también con papel y cartón, que nos remiten a lo orgánico, lo que simultáneamente concierta con su uso anterior de la madera y nos avisa sobre la polarización dual de la poética de su autor, Nacho Criado construye una compleja escenografía sobre el drama existencial, o, si se quiere, una metáfora sobre los agujeros negros de la vida humana, marcada por el espacio y el tiempo en negativo; esto es: lo que éstos nos condicionan como sumideros de nuestra precaria naturaleza mortal.

Si las "harpas de muerte" de estas estructuras metálicas ahorman el tiempo, como el diapasón o los raíles que fatalmente nos conducen por nuestro destino crónico, el cristal es la barrera invisible del espacio volatilizado, translúcido, indefinido más que indeterminado. En la formalización de este tinglado, Criado maneja citas, con inteligente sutileza, como la del arquitecto Bruno Taut, precozmente fascinado por lo tecnológico, utopista frenético y autor de ese asombroso pabellón de cristal de la Exposición del Werkbund de Colonia en 1914, donde se fusionaban lo metálico y lo cristalino. La cita no se agota en el sentido literal de los materiales usados, ni siquiera en su complejo simbolismo, sino en la plenitud de la paradoja de lo que la visionaria línea del expresionismo germánico llamó "el cristal sangrante" o, ahora Criado, "la herida alpina", que no es sino la temporalidad de lo intemporal. Aunque uno puede enredarse por estas dramáticas sendas que alegorizan el vértigo de la existencia y admirarse ante el sentido dantesco con que Criado nos lo presenta, todo el conjunto en sí, y cada una de las piezas que lo configuran, posee una tan nítida elegancia, un refinamiento formal tan depurado, que nos trasmite la inquietud de lo misterioso mediante un discurso que no necesita palabras para atraparnos. Quizá haya sido preciso un viaje subterráneo de veinte mil millas para lograrlo, pero es obvio que merecía la pena, porque, a lo visto, volver efectivamente sobre Nacho Criado resulta imprescindible.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 7 de junio de 2003