Se le amontonaron todos los muertos al raso, en las cercanías del word. Y eso que el escritor sufrió dos avisos: un cuchillo hurgándole por las afueras del corazón, y el desvanecimiento de colores e iconos en el escritorio del PC. Pero sólo conoció la gravedad de la situación, cuando el ordenador comenzó a disolverse entre los dedos, tecla a tecla, mientras el puntero se iba cabizbajo y a su aire por la barra de los duelos, y el ratón era un crisantemo decapitado y seco, sobre la alfombrilla. El escritor supo por qué el word agonizaba de pena y rabia: no le cabía en su archivo documental, ni la sangre, ni la ceniza, ni los despojos, de los muertos de Trebisonda y de los muertos de Chinchilla. No le cabía tanto dolor ni aun puesto hoja a hoja, ni aceptaba instalar en su memoria el alquiler de aviones del desguace, ni la geografía tercermundista de redes ferroviarias. El escritor comprendió que compartía algo más que tiempo, arrebatos y expedientes, con aquel viejo y sensible PC, que era ya una parte de su anatomía crecida en plásticos y electrones, al calor de oficio y silencios. Por eso el escritor llamó de urgencia al médico y al informático, mientras percibía bajo su lengua el trueno de la cafinitrina.
Ni uno ni otro, en una sola identidad sellada con la arroba del destino, silenciarían la navegación al corso de los hipócritas, de los ventajistas, de los cobardes, que se ocultaban tras la infamia de echar las culpas a los más débiles e indefensos, después de un previsible accidente aéreo y un brutal e intolerable choque de trenes. Pero se le iba el ordenador entre los dedos, tecla a tecla, en tanto el informático demolía la torre y el médico le recetaba más pastillas. Entonces evocó cómo, en parecido trance, su máquina de escribir forjada en acero de Silesia, cumplió hasta el último aliento. Y aquella evocación, devolvió fugazmente colores y pulsos al ordenador, y ratón y puntero hicieron sitio, antes de que se certificara su defunción. Pero ya había impreso: Estas muertes no fueron muertes anunciadas: son muertes denunciadas. Hasta la verdad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 11 de junio de 2003