Tengo 10 años, y hace siete que supe que era celiaca; desde entonces sé que mi cuerpo no admite el gluten, y que tengo que llevar una dieta estricta que quizá me permita vivir más años.
Este año comulgué con una Sagrada Forma de maíz -pero consagrada también-, y me sentí la niña más feliz del mundo junto con mi familia y amigos, porque encontré un sacerdote que entendió que lo importante es la fe.
Conocí en persona al Santo Padre, y me habló y le hablé, y no entendía bien mi nombre, Nerea. ¡Ah!, pero olvidé decirle que era celiaca. ¡Ni se me pasó por la cabeza. Si hubiera sabido que a otros niños no quieren darles la comunión, seguro que le habría preguntado el porqué.
Mis padres me dicen que es una cuestión de tiempo, y que ya Jesús hablaba en parábolas para los que "viendo, no vean y, oyendo, no entiendan. No andéis preocupados por qué comeréis. ¿No vale más la vida que el alimento?".
Yo lo único que quisiera es que todos los celiacos puedan comulgar como los demás, porque yo, gracias a Dios, soy celiaca.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 12 de junio de 2003