Acompañado sólo de su guitarra, se acerca al micro. De sus cuerdas empieza a manar el misterio que hace cien años compuso Erik Satie para piano. Las sobrecogedoras notas de la primera de las dos Gnossiennes del compositor francés, le ha servido a Javier Ruibal para poner a bailar a su Flor de Estambul, una de las piezas más mágicas de su repertorio.
Tras los aplausos, Ruibal hace entrar a sus músicos. Ruibal es asiduo a los bares de la capital, pero nunca ha tocado en Madrid en un teatro serio. Está lleno. Y hay diferencias -sólo formales- entre el Ruibal que se degusta entre copas y el que se sigue desde una butaca. Aunque le pongan una escenografía que parece un atardecer del desierto, él es poesía y evocación. Canciones que llevan de Estambul a París y viajes que suenan como el canto de los juglares que él rescata. Para la ocasión lleva un bajista, un genio de la batería y un chirriante violín -las diferencias formales-, pero Ruibal no depone su actitud. Con su inseparable Tito Alcedo al lado, Ruibal le canta sobre todo al amor más carnal, pero como un nuevo Midas, todo lo que toca lo convierte en belleza.
Javier Ruibal
Javier Ruibal (voz y guitarra), Tito Alcedo (guitarra), Guillermo McGill (batería y percusiones), Víctor Merlo (contrabajo), David Moreira (violín y percusiones). Teatro Albéniz. Madrid, 11 de junio.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 13 de junio de 2003