Me gustaría que un día de un mes cualquiera, el presidente primero, el segundo, el ilustrísimo alcalde -alguien- hiciera una camuflada visita a este lúgubre lugar -urgencias de La Paz-, para que vieran lo que no ven, para que sintieran lo que no sienten e hicieran lo que no hacen.
Siempre creí que La Paz era un gran hospital en que te sentías seguro y amparado. Pero ayer vi lo degradante y su mala organización: la máquina de tomar la tensión, estropeada. Pregunté cuántos médicos había. "Dos", me contestaron. "Dos", inhumano.
Había personas dormidas sentadas en sus cochecitos de ruedas esperando. Un joven, bailando con su dolor, de una esquina a otra con su rostro desencajado, gritando en silencio para no molestar, sin que ningún facultativo le tienda una mano. "Ha de guardar su turno", oigo por ahí decir. "Y si no, que hable con el médico de urgencias". Ahí queda eso, como si nada: como la vida misma. En urgencias, señores, hay que tomar soluciones y saber recibir al enfermo con una sonrisa. 4.30 de la madrugada. Ya me han visto. Me voy. Ojalá no vuelva más.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 14 de junio de 2003