La antigua deslumbradora luz de neón de algunas -muy pocas, sólo algunos milagros de elegancia, como el de Marlene Dietrich- antiguas estrellas del cine clásico y fundacional se atenúa, amarillea un poco y da la falsa impresión de que se apaga. Es un espejismo y también una extraña paradoja. Vamos paso a paso dejando de pisar la tierra y de respirar el tiempo de Marlene Dietrich, pero sin embargo ella no se aleja, sigue ahí -y no a la espalda, sino enfrente- con los contornos de su identidad cada día más nítidos. No hay agonía, indicio y anuncio de muerte en el lento apagamiento de su antigua luz. Hay otra cosa.
Terenci Moix describió con un solo trazo exacto el sinuoso recorrido de Marlene Dietrich por su tiempo: "Comenzó como atractivo popular y acabó en culto subliminado". O, si se quiere, saltó de lo golfo a lo exquisito, de lo gatuno a lo sublime.
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Dijo de ella, buscando la curva que asomaba detrás de la rectitud de su mirada, Jean Cocteau: "Nombrarla comienza como caricia y termina como latigazo. De puerto en puerto, de escollo en escollo, de marejada en marejada, de dique en dique, nos llega con todas las velas desplegadas". Y, más a ras de suelo, Ernest Hemingway: "Es valiente, bella, fiel, buena, generosa. ¿Qué importa que nos rompa el corazón si ella sigue ahí para recomponerlo?".
Crece y crece el misterio de Marlene Dietrich ahora, cuando la cegadora luz de neón de la estrella deriva hacia una forma tenue de iluminación interior. Las estancias donde, a mitad del siglo XX, esta extraordinaria mujer convocó a multitudes -y ejerció para ellas el papel liberador y consolador de diosa cercana, burlona y descreída- están ahora casi despobladas, porque se han convertido en espacios íntimos, escondidos y casi secretos. Pero no parece haber indicios de agonía, ni percepción de muerte, en el lento e inexorable apagamiento de la estrella. Al contrario, hay el brote de otra luz, de otra sustancia.
No se mueve Marlene hacia una extinción, sino hacia una mutación. Se muestran ahora los despojos de la estrella, sus vestidos, sus fetiches. Pero ella ya no es en cuanto presencia el bello y refinado fectiche en que la convirtió Josef von Sternberg en El ángel azul y que evolucionó hacia el mito viviente de La Venus r ubia. Es eso y más que eso, porque bajo su luz multitudinaria declinante emerge en estado puro el fondo de la artista, la genial actriz que, liberada de la estrella, estalló en sus últimas presencias, algunas humildes y episódicas, en la pantalla de Encubridora y luego de Sed de mal, Juicio de Nuremberg y Testigo de cargo, cuando la mujer iniciaba el camino hacia dentro de la anciana.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 16 de junio de 2003