En un reciente reportaje sentenciaba Raynald Denoueix, entrenador de la Real Sociedad: "Nuestro fin no es el éxito, sino conseguir el placer por el juego". Siempre que quede alguien que piense así, no hay que perder la esperanza. Ante tanto defensor de los aspectos más industriales del deporte, ante demasiado simplista que todo lo reduce a victoria-éxito, derrota-fracaso, voces como la del entrenador francés suenan a gloria.
El deporte, sobre todo aquellas especialidades seguidas mayoritariamente, se ha profesionalizado, mercantilizado y globalizado tanto (dicho todo esto en un sentido nada peyorativo) que soporta una presión externa e interna difícilmente manejable y que ha terminado por alcanzar de lleno a los propios deportistas hasta hacerles olvidar muchas veces una consideración primordial: pese a tener millones de ojos encima, a sus contratos con unos cuantos ceros, a la sensación de que el cielo se abre con una victoria y la tierra te traga con una derrota, todo esto no deja de ser un juego. Y los juegos nacieron hace siglos con un primer objetivo: que se disfrutara de su práctica. Hoy en día se habla sin parar de trabajo, de esfuerzo, de sudor, pero mucho menos de placer, de pasarlo bien, de disfrutar.
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Estudiantes, por su historia y su idiosincrasia, siempre ha pertenecido a la facción lúdica del baloncesto. Apoyado en su falta de necesidad de grandiosos triunfos, liberado de excesivas presiones, ha hecho casi siempre apología del gozo por un juego liberador, dinámico, valiente hasta a veces llevarlo cerca del suicidio. Esta consideración le hace diferente, atractivo y necesario.
Ante el poder disuasorio de un Barcelona sin mucho encanto pero demoledor en lo que se refiere a la pura definición de los partidos, los madrileños han caído más que dignamente, sin perder la cara, siendo fieles a un estilo que seguramente no les dará títulos pero que debe ser reconocido y aplaudido. En un momento en el que ni siquiera la final de la NBA está llegando a unos mínimos exigibles haciendo casi imposible su visión nocturna sin caer en el mayor de los sopores, ver jugar al Estudiantes resulta tan refrescante que el hecho de que alcance la final o se quede en el camino debe dejar de tener un sentido primordial. No hay duda que los colegiales tienen margen de mejora. Algún jugador de mayor calado, alguna posición mejor cubierta, pero ninguno de estos pasos deben modificar una filosofía y un gusto por el simple juego cada vez más en desuso. No merecería la pena.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 16 de junio de 2003