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COLUMNA

Velan armas

Es muy posible que cuando aparezcan estas líneas, 24 horas después de escritas, ya se haya despejado la incógnita que obsesiona a gran parte del estamento político y a los conciliábulos que observan la vida pública. Queremos decir que se conocerá la composición del primer Consell del presidente de la Generalitat electo, Francisco Camps. Pero, por el momento, sigue siendo el secreto mejor guardado. Nadie suelta prenda. Quizá porque, en primer lugar, tal es la norma del partido gobernante. Quien "filtra", muere. Y ni tan sólo eso: quien murmura está acabado. La norma no está escrita, pero puede verificarse su vigencia -y rigor- a la luz de ciertas caídas y decapitaciones nunca explicadas. El mismo relevo súbito del consejero de Sanidad, Serafín Castellano, podría explicarse con esta clave mucho mejor que en función de su eficiencia al frente del departamento. Algo, decimos de la eficiencia, que raramente ha importado a quien da y quita poltronas.

Y no solo impera la ley del silencio. También otra más sutil y de muy difícil observancia: la de la lealtad. Como en cualquier otro partido, se nos dirá. Pero no es así. En el PP hay lealtades personales que se rigen por una rara liturgia. Por ejemplo, los zaplanistas de pata negra han de explicitarla tantas veces al día como oran los musulmanes. El "jefe" ha de sentir el calor de la reverencia, y pobre de aquel que por olvido o mera discreción no echa mano del móvil y da testimonio de su obsecuencia informando al ministro de una u otra nadería que acontece en el predio indígena. Una práctica que a menudo obliga a retorcer o inventar noticias acerca de cofrades sospechosos de haber perdido el fervor o haber cambiado de lealtad. No estar al pairo de esta vigilancia puede arrostrar al ostracismo. Un mal menor, después de todo: la Inquisición los socarraba en la hoguera.

Además de tener puesto un ojo en Madrid, los aspirantes a mandar en esta plaza, han de rendirle la debida pleitesía al nuevo presidente, a quien se le supone un margen de discrecionalidad para dotarse de colaboradores. No ha de sorprendernos que algunos candidatos corran el riesgo de quedar estrábicos a fuerza de mirar simultáneamente a dos fuentes de poder lejanas y distintas. No obstante esta doble pleitesía, a nadie se le oculta, en este velatorio de armas, quién se acoge al amparo de Zaplana y quién al de Camps. Una circunstancia inédita en este no menos inédito alumbramiento de la legislatura en la que el más alto mandatario ha de demostrar que no es un mandado.

Y para acabar de ponerle alas al desasosiego, a este reparto concurre un nuevo convidado, el llamado grupo cristiano que a lo largo de estos ocho últimos años apenas si ha asomado la oreja. Pero da la impresión de que creen llegada su hora y reclaman lo suyo. Que el Señor nos coja confesados y, sobre todo, al nuevo molt honorable, a quien hay que reconocerle su discreto, pero indubitable esfuerzo para no ser incluido en ese pío sindicato de intereses o devociones. El hoy ministro de Trabajo supo neutralizarlo sin traumas. Que Camps lo consiga con la misma habilidad y autoridad es una pregunta que queda en el aire y que probablemente no se resuelva en este inminente parto de consejerías del que nadie desliza la menor pista. ¿Primará el continuismo, habrá sorpresas? Tan solo conjeturas que agobian a quienes llevan casi un mes en capilla con una oreja aquí y otra allí. Difícil servir a dos señores y al tiempo.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 19 de junio de 2003