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COLUMNA

Camps

El nuevo presidente de la Generalitat, a nadie se le escapa, se ve obligado a combatir el estigma del epígono. Francisco Camps apareció desde su designación como candidato para relevar a Eduardo Zaplana, y de manera alarmante durante la campaña electoral, como un mero sucesor, un seguidor disciplinado de los pasos del otro. En términos de programa ideológico, su margen de maniobra es prácticamente nulo. El Partido Popular, al fin y al cabo, no se caracteriza por la riqueza ni la variedad de sus propuestas. Su correosa hegemonía política se basa, precisamente, en el liderazgo indiscutido, la machacona reiteración de ideas-fuerza, el uso abundante de las consignas y la beligerancia contundente en el debate con el adversario. La voluntad de poder, la firmeza en el mando, la agresividad dialéctica, la ausencia de escrúpulos y el desmesurado aparato propagandístico de Zaplana pesan como una losa sobre la obvia continuidad política en el Consell. Ha sabido, sin embargo, el nuevo presidente explorar en sus primeros movimientos las posibilidades de un cambio formal, en la retórica y en el talante, que abre perspectivas insólitas en la Generalitat. Como si hubiera decidido recombinar los tipos ideales en los que Weber diseccionó el poder (carisma, tradición y legitimidad racional), Camps ha enfatizado el carácter simbólico de las instituciones, ha cargado de lectura valencianista el régimen autonómico y ha prometido un protagonismo recobrado del Parlamento. Busca, así, un carisma institucional que dote de profundidad, al insertarlo en la memoria histórica, un poder valenciano que su predecesor interpretó de forma marcadamente instrumental. Está por ver, desde luego, que su Ejecutivo, donde se combinan la herencia y la renovación, sea capaz de articular en la práctica esa nueva orientación. Tendrá en ello una importancia cabal la tercera pata de su planteamiento, aquella que sugiere abrir el juego político, desbloquear las trincheras inamovibles, enfriar el sectarismo y airear el enrarecido ambiente caciquil. Si lo consigue, si perfila una modern governance más interactiva, más arraigada, más cooperativa y propicia al debate público, nuestra sociedad modernizará su textura civil. La apuesta no deja de suscitar expectación.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 23 de junio de 2003