Ya no me acuerdo de cuánto tiempo hace que el PP anunció el final de la catástrofe del Prestige. Pero el fin de semana pasado, en una playa asturiana, vi a un niño, ingenuo y curioso, jugando con estos pasteles negros que encontró en masas a la orilla del mar. Y me di cuenta de que chapapote no es solamente una cosa, un sustantivo, sino que se ha convertido en una actitud.
Chapapotear es cuando quieres gozar de la vida, jugar, disfrutar, vivir a fin de cuentas, y te das cuenta de que se te ha pegado una cosa imposible de quitar. Como a este niño que luego se da cuenta, con el consiguiente enfado de su madre, de que no se podía quitar tan fácilmente esta sustancia maloliente, negra, adhesiva. O como el chico que tenía chapapote en la mano después de bañarse, o el hombre que lo tenía en el hombro y en el pelo, o como todos los que lo tienen bajo los pies después de un paseo por la playa. Un día más tarde me di cuenta de que tenía chapapote por todas partes: en el coche, en la camisa e incluso -Dios sabe cómo- en la cama: un desastre.
Pero no es sólo eso. Tengo la misma sensación de que me chapapotean la vida cuando quiero ver las noticias y me presentan escandalillos de gente sin méritos, fútbol, fútbol, fútbol, como si no hubiera más deportes, desgracias cotidianas y algún que otro episodio lamentable de la polémica entre ciertos partidos "políticos". ¡Socorro, me chapapotean la vida!
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 29 de junio de 2003