Habíamos dejado
la tarde a medias, la luz
a medias adensarse
contra blancas paredes, en jardines en sombra,
en praderas heridas por la llama
de un verano sin paz, tan implacable
como el tono amarillo que hizo de ellas
sólo memoria de un verde amenazado.
Y fue entonces -agosto prescribía
en el pueblo remoto
de todos los veranos de la infancia-
cuando la nube puso
desolación al aire y vino
la primera tormenta a visitarnos
hasta llenarnos con su olor
a distancia y olvido.
Nuestros padres guardaban las hamacas.
Se miraban, sombríos, pues la lluvia
anunciaba el retorno
de un tiempo cotidiano sembrado de relojes.
Y nosotros, niños como aquel agua
que ablandaba la paja,
corría en torrenteras por los montes y aromaba
de infancias más remotas nuestros ojos,
nos mirábamos tristes
pues setiembre llegaba, inevitable,
y era el fin del verano y no podíamos
gozar de aquella oscuridad,
de aquella tarde llena de premoniciones,
de lentos exterminios de una farra
apenas intuida, acaso
de un amor en despunte, breve
y luminoso como todos
los hondos amores de aquellos veranos
de nuestra oculta historia.
Y llegaba la noche y no quedaba
más remedio que huir
a la luz amarilla del cuarto de los niños
mientras ellos, los padres, nuestros padres,
jugaban a los naipes esperando
el fin de la tormenta para dar
otra luz al verano, otro plazo
de gozo a aquellas horas
implacables, más cortas, más huidizas
que todas las horas precedentes.
Manuel Rico (Madrid, 1952) es autor de los libros de poemas Papeles inciertos (Kutxa) y La densidad de los espejos (Fundación Juan Ramón Jiménez).
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 5 de julio de 2003