Reconforta leer, incluso a quien cree estar curado de casi todos los espantos, las sagaces recomendaciones del ministro Rato sobre saneamiento de deudas familiares y otras minucias por el estilo, todo dicho con la soltura lapidaria a que nos tiene acostumbrados uno de los artífices del milagro económico español.
Poco importa que algunos ciudadanos de a pie no dispongan de las ventajosas amistades del señor ministro para obtener créditos preferenciales, o que carezcan de su numen económico para, sin despeinarse demasiado ni manchar su inmaculada ejecutoria empresarial, cerrar empresas familiares y poner trabajadores en la calle. Los progres trasnochados y los sedicentes y envidiosos siempre verán oscuras nubes tormentosas, incluso en los límpidos cielos caniculares, pero afortunadamente quedan pocos y, con la que está cayendo, se agachan para pasar desapercibidos.
Además, no debería preocuparse por ellos ni por nosotros el señor Rato. A estas alturas ya hemos sobrevivido, con tanta capacidad de sufrimiento y tanta entereza, a la implantación del euro, al déficit cero, al latrocinio especulativo de la vivienda, a la hipoteca de nuestra existencia y la de nuestros hijos, que ni la amenaza del pinchazo de la burbuja inmobiliaria ni la del fiasco de las pensiones futuras conseguirá doblegarnos más.
De quienes no han vivido ni vivirán tan líricas, aunque dolorosas, experiencias personales, porque han dedicado todo su tiempo al prosaico arte de amasar dinero con el euro, la vivienda o nuestros hijos, tampoco debe preocuparse, porque ellos estarán incondicionalmente a su lado.
A todos sin excepción, sonrientes pasajeros en camarotes de lujo o abisales habitantes de las sentinas, nos inspira mucha confianza saber que si en estos años de bonanza nuestra nave está pilotada por tal intrépido timonel, cuando la tempestad del final del ciclo económico la arroje contra el acantilado de la recesión o la descalabre contra el iceberg de la catástrofe económica, sin que subvenciones, préstamos o ayudas de emergencia sirvan para recomponer el casco ni los mástiles, allí seguirá él a la rueda, vigilante, imperturbable, inasequible al desaliento, a los tiburones y al chapapote. Quizá alguna rata de espesos bigotes abandone la nave antes de que se haga mil pedazos, pero siempre nos quedará el señor Rato.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 5 de julio de 2003