Si alguien cree avistarle bajo una palmera en un país caribeño, estará contemplando un espejismo. Al escritor leonés, autor del libro Los amigos del crimen perfecto (premio Nadal), nada le interesa el exotismo. Pero regresará siempre, de facto o en espíritu, a Grecia y a Homero. Como aquella primera vez.
Lo de su aventura griega tiene mucho de viaje iniciático.
Sí, por partida doble. Fue en 1978. Llevaba seis meses saliendo con la que hoy es mi mujer, y nunca había visitado este país, al que iba impulsado por Homero y los grandes filósofos.
Creo que no fue un viaje en jet, precisamente.
Íbamos en un dos caballos y viajamos durante seis semanas. Recuerdo que visitamos Florencia y Venecia, para luego atravesar la Yugoslavia de Tito. Ya en Grecia, mi primer recuerdo emocionante se sitúa en el barrio judío de Tesalónica. Entramos en una tienda a comprar pan, creo, y allí conocimos a unos judíos sefardíes que se presentaron al oírnos hablar castellano. Conocían algunas palabras del castellano antiguo, y fue irreal y maravilloso.
¿Cómo era Tesalónica?
Un lugar bastante vulgar, con barrios viejos modestos y callejuelas con tiendecitas.
Creo que Atenas le fascinó.
Desde luego. Nada es comparable a la Acrópolis. Es uno de los cuatro lugares griegos que destacaría. Los otros son el templo de Poseidón, sobre el mar Adriático, y Delfos y Micenas al amanecer. Sobre todo después de haber visto la noche anterior una representación de Edipo, rey en el teatro.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 5 de julio de 2003