Este año se habla mucho (ayer mismo Javier Eder, en estas páginas) de la existencia genuina, personal e intransferible del propio San Fermín. Muchísimos dicen por aquí que creen que no existió, pero que les da lo mismo. Si lo sé no voy a colegio de pago.
A mí, por reflejo y con perdón, estos conmemoradores festivos de un inexistente santo no me parecen animales de costumbres sino simples montoncillos de costumbres, aprovechateguis del error histórico y la mascarada vernácula. Es como aquellas cosas de cuando el preu sobre si Dios está en la Comunión, más que encima del piano, navegando nubecillas o recortándose la luenga barba blanca en su paraiso de protección oficial. Decepcionantes frailillos modernistas dejaban caer ya entonces que cualquier dogma era simbólico, parabólico y metabólico, en definitiva, que nadie digería al Ser Supremo por más que bajase los párpados. El nihilismo es el paso siguiente al "abuso excesivo" de lo abstracto, y eso sin entrar en tragedias cotidianas ni milenarias.
San Fermín es la percha de la fiesta, pero no es San Fermín.Vaya puñeta. El precio de las perchas es irrisorio comparado con el de los trajes, pero el esqueleto no es una percha, esos huesos que empleamos para vivir nos acompañan a todas partes, y sería una fantasía negativa pensar que nuestro auténtico esqueleto es de chicle mascado o de aire, o se tira al cambiar de armario.
No se me alcanza por qué a las más preclaras firmas del planeta navarro no les disgusta una falsedad siempre que sea antiquísima. Al menos en este punto ferminológico, no me negarán que, si San Fermín no existió y lo sabemos, no podemos enfadarnos con quien nos llame fantoches.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 8 de julio de 2003