Siempre había oído hablar de una muerte digna. Y en eso, he podido comprobar, está que el enfermo al final de sus días sufra menos y pueda estar acompañado de sus familiares más allegados, dándole todo el amor traducido en susurros al oído para que no tenga miedo a dar ese paso tan importante, entre una vida y la otra, ya que siempre he oído decir a los médicos: "Tened cuidado de lo que habláis, pues ellos oyen, el oído es lo último que se pierde".
Pues bien, en la UCI de la clínica La Luz, para más señas, pedí, como hermana de un agonizante, que autorizasen a su esposa, como quería, pasar la noche con él, dándole ese soporte tan humano. Dijeron que las normas no lo permitían. Esto era a las diez de la noche, y su esposo fallecía a las dos de la madrugada.
Entonces llaman, eso sí, muy puntuales al domicilio, y los familiares llegan lo más aprisa posible. Ya el fallecido parece que estorba y si quieren pueden estar con él para velarle. Velarle ya, ¿para qué? ¿Es que alguien quiere llevárselo? ¿Quiénes son los responsables de esas normas inamovibles y aparentemente crueles o al menos poco humanas? ¿No son capaces de buscar, con buena fe, alguna solución?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 16 de julio de 2003