Ayer cogí un taxi, mediodía, calor y un cierto tono de agresividad flotando en el aire, caras hoscas y sofocadas, malos gestos entre conductores y tráfico. Demasiado para ser julio y para mi economía, según corría el eurocontador.
Discurría el vehículo por la calle San Luis, entre parones motivados por furgonetas de reparto, que interrumpen el tráfico con impunidad e irritan a los demás.
Este lento avanzar me permitía apreciar el cambio de fisonomía de tan conocida calle sevillana. Las típicas tiendas encajonadas en su vetustez, como mercerías, droguerías, tiendas de ultramarinos, han desaparecido. Pues bien, como digo, ya no están, esos comercios o han desaparecido o hay en su lugar franquicias sin personalidad ni identidad propia.
Tampoco queda en el caserío de esa calle ninguna casa de vecinos, sustituidas por mazacotes tipo pabellón de reclusos con enrejado frontal, y sólo lucha por sobrevivir, y con escasas posibilidades, la Casa Grande del Pumarejo.
Y esto pasa en San Luis y en múltiples calles del centro histórico, donde se está consintiendo, por mor de un necesario rejuvenecimiento de los edificios, que se rompa la filosofía de barrio. La migración de las poblaciones autóctonas está causando un daño medioambiental irreparable a nuestra historia de ciudad.
Las asociaciones de vecinos, las organizaciones ciudadanas, cada uno de nosotros deberíamos atender para evitar que la piqueta de la especulación siga destruyendo lo poco que aún queda de esa Sevilla que se fue.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 19 de julio de 2003