Que los mecenas no son ninguna reliquia ajada lo demuestra, por ejemplo, Stew Jackson, hijo y heredero de la inventora de la alarma antirrobo, que ha tenido la afortunada idea de comprar las antiguas orquestas de los fallecidos Woody Herman y, en el caso que interesa aquí, Tito Puente. Un considerable desembolso que el potentado estadounidense hace de buena gana por el simple placer de tocar el saxo tenor junto a músicos del calibre de Mario Rivera y Bobby Porcelli (saxos) o Sam Burtis (trombón).
Llámesele mecenazgo o inversión, Jackson no ha podido emplear mejor su dinero: mantener unida a tal constelación de músicos debía suponer para él casi una obligación moral y escuchar sobre el escenario, codo con codo, a los ahora rebautizados Gigantes del jazz latino, un privilegio faraónico. El mismo que pudo gozar, desde un poco más lejos, la masiva audiencia en la jornada de clausura de un festival que empieza a acariciar la idea de situarse entre los mejores del mundo.
A las grandes orquestas se les suele pedir fuerza y swing; si además ofrecen arreglos sutiles tocados con precisión flexible, ya debe hablarse de mucho más que de una simple suma de músicos atentos a las órdenes de su director. Los gigantes del jazz pasan de jefes; la disciplina la llevan dentro, como también conservan en la zona más sensible de su paladar musical el sabor auténtico de las big bands de Machito, Tito Rodríguez y Tito Puente, los tres iconos del jazz afrocubano a los que rindieron ejemplar homenaje en San Sebastián.
En dramático contraste con la pachanga insulsa que días atrás había descargado Irakere y Chucho Valdés, los Gigantes esparcieron por La Trinidad ritmos en su punto de empuje y solos brillantes pero nunca exhibicionistas. El vocalista, Rey de la Paz, bordó boleros, guagancós y chachachás, mientras los números instrumentales tomados del jazz estadounidense, como Jumpin' with Symphony Sid o Tenderly, gozaron de una feliz metamorfosis estilística. Todo sonó ajustado a la micra, y la idea de que se estaba ante la mejor orquesta posible de jazz latino terminó convirtiéndose en certeza irrebatible.
La incorporación de Eddie Palmieri, transcurridos 45 minutos de concierto, reforzó esa convicción. El teclista neoyorquino se presentó con evidentes síntomas de fatiga (advirtió de entrada que llevaba 22 conciertos en un mes), pero tras hacer una magistral intervención a piano solo, con su correspondiente dosis de disonancias estratégicamente situadas, se contagió del júbilo colectivo y acabó dando saltos sobre el escenario. Parecía haber rejuvenecido 20 años, y es que la música de los gigantes con pies de bronce sólido y bien bruñido siempre posee un alto valor terapéutico.
Antes de que los latinos remataran con un gran lazo la 38ª edición del festival donostiarra, había ocupado el escenario de La Trinidad, la Soulbop Band, una formación de la que cabía esperar todo o nada. Randy Brecker (trompeta) y, sobre todo, Bill Evans (saxo tenor), sus colíderes, han dado suficientes pruebas de volubilidad estilística en el pasado como para aventurar hipótesis sobre sus proyectos en marcha, aunque la presencia en el actual de los estupendos David Kikoski (piano) y Ronnie Cuber (saxo barítono) eran avales a tener muy en cuenta.
Hubo suerte y Evans esquivó blandas estelas comerciales para, inspirado en King Curtis y su corte de tórridos seguidores, encajar en la corajuda estética del grupo. Brecker no tuvo que variar tanto su ruta para exponer con pleno dominio idiomático creaciones ya veteranas como Rocks o baladas recientes como Sierra, en la que reconoció su deuda con Miles Davis no sólo en lo musical, sino también en lo gestual.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 31 de julio de 2003