Los festivales de música, al igual que las ferias taurinas, la liga de waterpolo o el mismísimo matrimonio, no siempre deparan momentos para el recuerdo. En su transcurrir suelen ofrecer pasajes de tedio que, sin lograr empañar el sentido de su existencia, a veces la hacen demasiado previsible y falto de vértigo. La novena edición del Festival Internacional de Benicàssim, que terminó con el fin de semana, está en esta tesitura.
Se sabía que este año Benicàssim no ofrecía un cartel poderoso, algo que ocurre en todo festival que se precie, y el transcurrir del mismo está confirmando esta presunción. Es más, dando por sentado que los grupos de relleno no se saldrían del guión, ha ocurrido que los estelares tampoco han brillado cegadoramente.
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Beck puso ganas y algo de su alocado vaivén apurando la noche con ayuda de la predisposición necesaria para sobrellevar los instantes menos atractivos de otra intensa sesión de música. Travis, la misma canción varias veces reiterada; The Coral, unas intenciones de neosicodelia que no van más allá de eso, y The Jeevas sólo un boceto de lo que debe ser una banda que pisa un gran escenario festivalero.
Para apañar el balance, el segundo escenario acogió a unos Death in Vegas más intensos, al igual que en el tercero Donovan encarnó la figura del entrañable veterano dispuesto a relanzar su carrera ante un público en principio no afín que, sin embargo, lo acogió con respeto y atención. Es más, se soltó a aplaudir cuando sonaron clásicos del calibre de Sunshine superman, Catch the wind y Mellow yellow. Donovan no fue un pulpo en un garaje, y aportó el carácter didáctico e histórico a un festival en el que el público no hace ascos a casi nada, mostrando un notable grado de curiosidad.
En el apartado de anécdotas divertidas destacó Louie Austen, un ex cantante de cruceros turísticos y ferias de muestras rescatado para la juventud gracias a la irrupción en su vida de la electrónica y de las artes de Patrick Pulsinguer y de Mario Neugebauer, sus mentores.
El veterano austriaco, reconvertido en crooner electrónico para fiestas cool, montó una sesión de karaoke inaugurada con el Lady is a tramp. Solo en escena, tiró de traje blanco y corbata salmón para ambientar un concierto propio de Vacaciones en el mar, en el que las bases electrónicas hacían de colchón a la clásica voz de Austen.
Más ruidosos y chillones resultaron The Raveonettes, con su rock sucio para chicos malos, y más insolentes fueron Las Perras, que cuando la noche se difuminaba pinchaban en la pista Mond a Hombres G, Rammstein y a los Stooges con el subsiguiente delirio del personal. Tuvo también gracia ver cómo Beck flirteaba con los ritmos negros en el escenario central. Todo un síntoma. Benicàssim nunca ha estado cerca de la métrica rimada, del funk o de la música negra en general. Este jardín indie vio crecer sus flores regándolas con pop blanco anglosajón. Beck, en el fondo pop-rock blanco anglosajón, pero a la vez un travieso dispuesto a meterse en todos los jardines, se marcó varios temas sincopados en su particular macedonia de ritmos.
Una pieza que presentó como nueva, Beercaux, parecía tener la base de Another one bites the dust; Hot wax sonó negroide, y los aplausos llovieron con las infalibles New pollution, Loser o Devil's haircut, canción postrera que la banda interpretó ataviada con llamativos trajes blancos de ciencia-ficción todo a cien. Sin ser un concierto brillante, Beck ha desplegado más imaginación y riesgo en otras ocasiones, su mera intención hizo palidecer al resto de sus compañeros de escena, que sólo pudieron ofrecer pulcritud.
En ello basaron los escoceses Travis su concierto en Benicàssim. Pulcritud y una misma canción repetida con ligeras variaciones, dos sencillos afortunados, cara de chicos sensibles y una interpretación aseada. Eso les bastó para reiterar que hoy día hasta ellos pueden llegar a ser estrellas. El público así se lo hizo entender con su implicación en el show, centrado en un cancionero de bajo octanaje.
Ése quedó reservado para unos perros viejos. Death In Vegas atestaron su escenario, se aplicaron desde el comienzo en hacer bailar y, con su mezcla cada vez más cafre, entre electrónica y rock, aceleraron el pulso de la noche. La puesta en escena, con altar para maquinitas y a su pie una formación roquera con batería, guitarras, bajo y teclado, escenificó la poca sutileza de Death In Vegas, que, pese a la obviedad de su propuesta, al menos aportaron cierta carnalidad y empuje.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 11 de agosto de 2003