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Reportaje:CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Una opereta como visión brutal del ser humano

La compañía argentina El Periférico de Objetos presenta en Edimburgo una obra apocalíptica y nihilista, basada en Karl Kraus, sobre el porvenir de la humanidad.

En festivales de gran formato como el de Edimburgo, a veces acertar es simple cuestión de suerte. Este cronista pensaba acudir al Usher Hall para escuchar al tenor Ian Bostridge y a la clavecinista Emmanuelle Haïm en un programa con música del barroco, bien, interesante, pero cambió de opinión y se fue al teatro de al lado, el muy coqueto Royal Lyceum, a ver a El Periférico de Objetos, una compañía bonaerense que ha acudido a Edimburgo con La última noche de la humanidad, un espectáculo basado en las ideas generales de la obra casi homónima de Karl Kraus y con dramaturgia de Emilio García Wehbi y Ana Alvarado. Al salir, en la parada de los taxis, el novelista mexicano Jorge Volpi, que anda por aquí para intervenir en el Book Festival, se quejaba de que Bostridge había cancelado y de que con Paul Agnew no fue lo mismo. Él, estaba claro, se había equivocado por elegir lo obvio. Volpi, eso sí, prometió ver al Periférico en los días que le restan por aquí.

Por favor, que alguien en España contrate a estos periféricos de un país que ya no está ni siquiera en la periferia, sino lejos, muy lejos

El caso es que, tras la tranquilidad social del concierto de apertura, con una obra sobre la muerte como es Stele de György Kurtág y una afirmación de la voz propia como la que ofrece Janácek en su Misa Glagolítica -dirigidas respectivamente, y con unas dosis de emoción casi insoportables, por Garry Walker y sir Charles Mackerras-, el Festival de Edimburgo, luego de haberlo hecho el Wiener Festwochen austriaco, ha presentado un montaje que hace del nihilismo y la brutalidad sus mensajes más directos. El público estaba avisado en la cartelera del Royal Lyceum de que se verían desnudos en escena y la prensa se había referido a la violencia del asunto. Una cosa y otra fueron, al fin, representación fiel de hasta dónde puede llegar la perversión del ser humano y, de paso, de cómo el ir desnudo y el ser violento sólo le equiparan a sí mismo, de donde se deduce que el aviso era a todas luces innecesario. Así que brutal, sí, pero fácilmente comprobable incluso sin haber leído la voluminosa obra de Kraus.

La última noche de la humanidad es un trabajo sobrecogedor que coloca a la compañía bonaerense El Periférico de Objetos entre lo mejor que hoy puede verse en cualquier teatro del mundo. La pieza se divide en dos partes. En la primera, los cinco actores -dos mujeres y tres hombres- se mueven desnudos entre el barro y los cuerpos muertos de esa humanidad de la que son únicos restos vencidos, engañados por quienes muñeron su destrucción. La violencia sólo se calma con una música primero informe a través de la electrónica, luego distinguible cuando los cuatro acordeones y el bandoneón que tañen los propios actores nos lleva a terreno conocido. En un ejercicio físico agotador, la caverna primigenia y la vuelta a ella que es el fin de todo lo viviente se muestran con la crudeza de lo que es puro símbolo del ser en el mundo. La segunda parte nos lleva a una suerte de encierro en el que todo se controla por una voz que habla en inglés, representando claramente el dominio, la imposición de una cultura que es también la obligación del seguimiento político, lo peor de la globalización y el por qué de sus poderes. Vuelve la violencia en un combate de boxeo entre dos de los encerrados. Se hace gimnasia con música de chotis utilizando un viejo método radiofónico español. Y todo para postergar la verdadera necesidad: la comida, el alimento. Viejas películas proyectan en tiempo real imágenes del pasado, las familias de los encerrados, un platillo volante estrellándose contra el Capitolio de Washington sacado de una antigua película norteamericana. Ahí precisamente -y en la muerte en escena, amplificada en una pantalla de televisión, de unas cucarachas atacadas con un aerosol de insectida- es donde se pararon las risas de parte del público -incluidos unos cuantos críticos que no paraban de tomar notas-, que mostraban hasta dónde llega el atavismo de la diferencia cultural y cómo la lengua dominada -no entendían los insultos, atroces, que uno de los personajes dirige en español a la voz que los sujeta-, matiza el concepto de realidad, el de verdad también. Y cuando la voz enloquece todo termina. En muerte y en recuerdo con las notas de un tango, La última farra, que surgen como un sarcasmo evocador y cruel.

Esta vez parece que la sangre, aunque sea mucha, no ha llegado a ese río de hipócritas aguas que por aquí llaman escándalo, aunque muchos de los espectadores de este tributo al desastre seguramente durmieron mal por la noche. Por favor, que alguien en España contrate a estos periféricos de un país que ya no está ni siquiera en la periferia, sino lejos, muy lejos, en el culo desnudo de un mundo que se los traga poco a poco.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 13 de agosto de 2003