El aumento de la población extranjera en España está siendo espectacular en los primeros años del siglo XXI. De algo más de 900.000 empadronados el 1 de enero de 2000 se ha pasado a casi dos millones en la misma fecha de 2002, último dato disponible. Esa cifra supone el 4,7% del total de residentes en el país. Aunque se supone que este crecimiento de más de un millón de personas en dos años, debido en parte a sucesivas regularizaciones, no va a mantenerse, un reciente estudio del Instituto Nacional de Estadística prevé que en 2010 se alcance como mínimo la cifra de cuatro millones de extranjeros residentes, el 9% de la población. La hipótesis más extrema de ese estudio eleva a 6,5 millones los extranjeros residentes en 2010, el 13,5% de 48 millones.
La población de España, por tanto, va a crecer en la primera década de este siglo mucho más que en las últimas décadas del siglo XX: en los ochenta aumentó poco más de un millón y en los noventa, dos millones. Aquel crecimiento moderado de la población propició que se asentaran en España las bases de un Estado de bienestar menor, pero homologable en Europa. El crecimiento acelerado en que hemos entrado ahora puede dar al traste con él si no se actúa con previsión y diligencia.
La llegada a España de personas que buscan un trabajo y una vida digna, como en los años sesenta y setenta la buscaron centenares de miles de españoles en la Europa rica de entonces, abre dos grandes áreas de reflexión. La primera es si la sociedad española va a tener capacidad para asumir sin excesivos problemas una situación que le resulta totalmente nueva. España ha sido hasta hace bien poco un país de emigrantes, no de inmigrantes, y no está habituada a la diversidad. El segundo debate es material: de dónde va a salir el dinero para adaptar las infraestructuras sanitarias y educativas y cómo se va a lograr que todo el mundo tenga una vivienda digna.
En ambos casos, el papel de las administraciones públicas es crucial. Desde el poder no se puede jugar a fomentar las fricciones si no se quiere convertir este país en un polvorín. Desde ahora mismo es preciso planificar cómo se adaptan y desarrollan las infraestructuras sociales para soportar el crecimiento de la población. No hay tiempo que perder.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 16 de agosto de 2003