He intentado rememorar las veces que he visto ya esta obra o esta película (la hizo Capra) con diversos nombres a partir del original, Arsénico y encaje antiguo: no puedo. Su autor, Kesselring, lo es de otras muchas, pero sólo con ésta ha ganado una fortuna con la que podrías vivir una vida inmortal.
Precisamente esto es lo que lleva tanto público al teatro: volver a ver -quizá volver a ser-, comparar, recordar: volver a reírse. Aparte de dos novedades: el director y recreador viene del cine, Gonzalo Suárez, y de la narración en la que es un maestro del cuento breve, y el primer actor también, Jorge Sanz. Además de nombres muy cálidos para el espectador de siempre.
Así, según el adagio de las novelas, el criminal vuelve siempre al lugar del suceso: y las dos viejitas que matan por compasión a sus solitarios, doloridos y olvidados huéspedes llegan a la sala del arcón misterioso, con las viejas cortinas de terciopelo y sus cuellecitos de encaje.
Y la risa funciona a partir de ese característico personaje de teatro que es el que se va enterando poco a poco con un asombro indecible: unos instantes después de que lo sepamos nosotros, lo cual nos hace sentirnos superiores a él, y el espectador siempre lo agradece.
Jorge Sanz se ridiculiza un poco con un tupé ingenuo; es otro estilo diferente al de Cary Grant. Y Gonzalo Suárez ha encontrado no sólo el lenguaje castellano necesario para trasladar humor y sorpresa, sino el mecanismo que puede haber robado al cine para meterlo en el teatro.
Y así, una vez más, funciona la función.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 20 de agosto de 2003