Hicham el Guerruj es un poco veleta. Hace dos años justos, mientras se tomaba una cocacola en la fiesta del final del Mundial de Edmonton, el casi imbatible mediofondista marroquí se acercó a su amigo Reyes Estévez, le señaló con el dedo y le prometió: "No te deprimas por no haber logrado medalla aquí, yo te digo que en París tú serás el campeón del mundo de 1.500 metros. Yo no me opondré. Me paso a los 5.000 metros".
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Promesa incumplida. Ni Reyes Estévez será campeón del mundo de 1.500 ni Hicham el Guerruj ha dejado de correr el kilómetro y medio (aunque no mintió del todo: también correrá el 5.000 en busca de un doblete que no se consigue al más alto nivel desde que el finlandés Paavo Nurmi lo hiciera en los Juegos de 1928). Y si El Guerruj, que sólo ha perdido dos carreras en los últimos siete años -las más importantes: las finales olímpicas de 1996 y 2000- no alcanza mañana su cuarto título mundial consecutivo, su heredero no será el atleta de más talento físico producido por el atletismo español en los últimos tiempos, sino un joven francés de origen marroquí llamado Mehdi Baala que ha mamado el mediofondo en la cultura francesa de Michel Jazy y en la tradición marroquí de su amigo -y a veces compañero de entrenamientos- El Guerruj.
Todo ello se vio ayer en las dos semifinales. En la primera, limpia, como todos los 1.500 en que participa, ganó el El Guerruj. En ella corría Roberto Parra, quien prosigue su paso de 800 a 1.500 metros, aprendiendo un detalle en cada carrera. El soriano se clasificó para la final, pero mostró sus límites: aún le falta tiempo para ser capaz de aplicar su velocidad del 800 en los últimos metros del 1.500.
También se clasificaron para la final Reyes Estévez y Juan Carlos Higuero. Pero sufrieron. Fueron puro caos. Estévez acabó sin una zapatilla, subiéndose a una camilla y enseñando a las cámaras un dedo gordo machacado y sanguinolento. A Higuero le costó recuperar la respiración. Por delante de ellos, varias zancadas por delante, sereno y tranquilo, el delfín, Baala, aquel atleta que le ganó por milésimas el oro europeo a Estévez en Múnich. El mismo, pero más maduro. Más seguro. Como Estévez, pero al revés.
Estévez está nervioso. Lleva nervioso varias semanas. Subió al Teide, bajó, y vio que su sexta velocidad, el cambio de ritmo que le permitía marcar las diferencias en los últimos 100 metros, había desaparecido. Volatilizado. Cero. Dominaba las carreras, se colocaba controlador en su sitio predilecto, pegadito a la cuerda por la calle uno, medio metro por detrás de quien marcaba el ritmo, pero llegado el momento decisivo se quedaba clavado, impotente. Perdió el campeonato de España ante el efervescente Higuero y volvió a subir al Teide. Corrió en San Sebastián, con malas sensaciones de nuevo, y volvió al Teide. Llegó a París, y la sexta velocidad seguía sin aparecer. Se preocupó de verdad después de la primera serie. Se preocupó tanto que hasta comentó públicamente que se sentía como acatarrado. Una disculpa que nunca había utilizado. Siguió nervioso y ayer, en la semifinal, salió tan despistado, tan descolocado, tan inseguro, que a su lado hasta Higuero, un polvorilla de las pistas, parecía tan metódico como un oficinista al borde de la prejubilación.
En la curva del 800, Estévez empezó a repartir codazos como si se estuviera jugando la vida, a mirar de reojo a sus rivales, a abrirse un hueco innecesario. En esa batalla fútil perdió la zapatilla. Sufrió el pisotón que le machacó. Allí quizás encontró el coraje que le permitió en una recta agónica, en los cien metros más angustiosos de su carrera, alcanzar al británico Michael East, alcanzar, por 12 centésimas, la clasificación para una final en la que Baala intentará convertirse en el Bekele de El Guerruj.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 26 de agosto de 2003