A juzgar por la política emprendida por la nueva directiva, el Barcelona aspira a reencontrarse desde su independencia con su denominación de origen. Quiere volver a ser més que un club después de haber sido un puticlub, como cantaba la charanga de El Sadar y dicho sea para simplificar el estado de la cosa culé durante el mandato de Joan Gaspart, por llamarle de alguna manera a su reinado.
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Por simple oposición a su antecesor, Joan Laporta funciona, y muy bien, como presidente del Barça, un dato a tener en cuenta en una entidad cuya fuerza motriz han sido los futbolistas y los entrenadores. Laporta tiene gancho y la hinchada le contempla ensimismada aunque sea para presumir de tener algo ahora que se han quedado sin un euro y también sin una puñetera copa en los últimos cuatro ejercicios futbolísticos.
Trabaja la junta en dos asuntos que son muy del agrado de la mayoría de los aficionados: conseguir el déficit cero, aunque sea aumentando el precio de los abonos y poniendo publicidad en las camisetas por vez primera, y recuperar la carga simbólica que siempre tuvo la institución hasta la llegada de Josep Lluís Núñez, que prefirió los trofeos al idioma, el socio y el peñista al aficionado y el club al país y la ciudad, pues entonces la ciudad llevaba el nombre del club.
Hoy se habla catalán en el Camp Nou, en el extranjero suena el himno catalán y Laporta se proclama un patriota catalán. No es una declaración de guerra a la Liga española, sino la carta de naturaleza de un club históricamente progresista, pluralista e integrador. No hay por qué suponer que Laporta será un sectario, sino que sabrá contextualizar en el tiempo los valores del barcelonismo. Más que recular, el Barça necesita avanzar, de manera que ser heredero de Montal y Carabén no exime a Laporta de entender las libretas de Núñez, sobre todo si insiste en situar al club en la primera línea mediática mundial, circunstancia que, por lo demás, exige saber castellano e inglés y también la contabilidad que no se aprende en Esade, sino negociando con Lendoiro o Moggi. No hay duda, en cualquier caso, de que Laporta será mejor administrador que Gaspart y que hará valer y respetar al Barça por encima de todas las cosas.
Otro asunto es el equipo, cuyos vicios son de más difícil curación y, además, los rivales le han tomado mucha ventaja. Los futbolistas llevan años viendo caer presidentes y entrenadores y la plantilla no ha cambiado tanto, sino que se van comprando piezas de repuesto para la avería de siempre. Visto el panorama, Laporta fichó a Ronaldinho, sin pensar en si era necesario o no, sino contemplando la posibilidad de recuperar el mando que siempre tuvo el Barça en el mercado de fichajes: peleó por Di Stéfano, fichó a Kubala, obligó a abrir las fronteras con Cruyff y, cuando se aprobó la ley del cuarto extranjero, contrató a Romario. Puesto que Beckham prefirió el Madrid, ahora se ha traído a Ronaldinho para decir que el Barça vuelve a pensar en grande.
Ronaldinho aún ha de crecer y necesitará un tiempo, mal asunto en el fútbol y más en un Barça famélico. Hay, sin embargo, un motivo que invita a la esperanza: que sea el club el que aguante al equipo mientras se hace y no el equipo al club mientras se deshace. Desde el momento en que vuelve a sentirse més que un club, el Barça da por sabido que es un club. Otra cosa sería caer en la tentación de un victimismo ya conocido y se supone que también superado.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 27 de agosto de 2003