El Museo Municipal, joya del barroco madrileño, que ocupa el edificio del antiguo hospicio en la calle de Fuencarral, ha reunido en una exposición algunos de sus mejores fondos. Pintura de Pedro Berruguete, escultura de Pompeo Leoni, la maqueta de Madrid en 1830 de León Gil de Palacios, fotografías de Charles Clifford, objetos de las Reales Fábricas de Porcelana y Vidrio... pueblan las dos plantas instaladas en la capilla del centro madrileño, presidida por un retablo de Lucas Jordán. A ella se accede tras cruzar un umbral jalonado por los cenotafios en alabastro de Beatriz Galindo, La Latina, y su esposo, el artillero Ramírez de Madrid.
De este modo el museo palía los efectos de un cierre parcial impuesto por obras que van a transformar hondamente sus salas de exposiciones y los itinerarios de esta gran casona construida en 1721 y cuyo pórtico, obra de Pedro de Ribera, es expresión del mejor arte ornamental español. Pero las obras de reforma van a durar al menos año y medio más, y para ello nace esta muestra, visitable todos los días de la semana, salvo el lunes, que los responsales del museo han titulado ¿Hemos cambiado en cuatro siglos?
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Las respuestas son múltiples, pero, desde luego, si quien la enunciara hubiera de ser Francisco de Goya, autor del más señero de los cuadros que la exposición exhibe, sería unívoca: sí. En sólo dos siglos, el lienzo de Francisco de Goya Alegoría de la Villa de Madrid, pintado en 1810, ha conseguido el palmarés de ser quizá el cuadro que más ha cambiado en la historia de la ciudad y probablemente de la de Europa. Veamos por qué.
En 1810, el alcalde de Madrid Tadeo Bravo del Rivero, amigo del pintor aragonés, le encargó a Goya una alegoría sobre la ciudad. Sería el primero de los lienzos que debería incluir un retrato de José Bonaparte (Corte, Corcega 1786-Florencia, 1844), hasta entonces rey de Nápoles, a la sazón impuesto por su hermano, el corso Napoleón, como rey de España e Indias. Goya aceptó el encargo por 15.000 reales.
Dispuso el pintor una composición singular, muy al gusto del neoclasicismo aún imperante en la corte madrileña. La figura central, con un perrillo a sus pies, surge flanqueada por ángeles alados bajo la Fama y la Victoria; es una musa de facciones dulces y vaporoso atuendo que apoya su brazo derecho sobre un escudo de Madrid, mientras su mano izquierda señala un medallón. Sobre tal óvalo, Goya dibujó el perfil de José I, para lo cual se inspiró en un grabado napolitano. A partir de aquella fecha, comenzó la zozobra en torno al contenido del medallón, dictado por la moviente situación política en un Madrid ocupado por las tropas del corso, a la sazón señoras de Europa. Así, tras el desenlace de la batalla de Arapiles, en julio de 1812, el rey intruso abandonó Madrid a uña de caballo. De la alcaldía se hizo cargo el general Carlos España, que dispuso velar el rostro de Bonaparte. Ordenó que sobre el óvalo que ocupaba se impusiera la palabra Constitución, para honrar el recién nacido texto constitucional alumbrado por las Cortes de Cádiz. Sin embargo, José I regresó inopinadamente a Madrid el 2 de noviembre de aquel mismo año. Atemorizado, el Consistorio madrileño dispuso que el cuadro fuera repintado con su efigie. El 2 de enero de 1813, Goya informó de que su ayudante Francisco Abas acababa de descubrir el rostro del 'hermanísimo' del emperador isleño. Sin embargo, Pepe Botella no duró mucho sobre el trono. Al finalizar la primavera de 1813 salió de la ciudad junto con sus tropas de ocupación y nunca regresó.
Entonces, el Ayuntamiento en pleno reencargó a Francisco de Goya que restituyera la palabra Constitución sobre el infausto retrato. El temperamento del pintor aragonés deflagró en una explosión similar a la que encendió su ánimo cuando Arthur Wellesley, lord Wellington, aliado de los españoles en su lucha contra los franceses, se hizo retratar por Goya y, al ver el resultado de sus trazos, le espetó que le horrorizaba su obra. Goya, a la sazón septuagenario, montó en cólera y echó mano de un sable para escarmentar al arrogante duque. Fueron separados por parientes de Goya. Lord Arthur, años después, se excusó con él y le pidió en Burdeos de nuevo un retrato que, posteriormente, inmortalizaría a Wellesley.
Pero las vicisitudes del alegórico lienzo prosiguieron. En 1814, Fernando VII, una vez retornado del exilio francés y guiado por una furia absolutista pareja a la que le llevó a abolir la Constitución gaditana de 1812, vio su retrato pintado sobre el óvalo de marras. Pero era de tan mala calidad que su pintor de cámara, Vicente López, lo rehízo en 1826. En 1843 su hija Isabel II exigió imponer sobre el medallón Libro de la Constitución, y en 1872 el marqués de Sardoal, alcalde madrileño, pidió al pintor Vicente Palmaroli que recuperara el desdibujado rostro de Bonaparte: había desaparecido.
En su lugar se colocaron las palabras Dos de Mayo, que hoy los madrileños pueden contemplar gratuitamente, sobre el movedizo medallón, en el espléndido Museo Municipal de Fuencarral, 78; metro Tribunal.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 31 de agosto de 2003