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CARTAS AL DIRECTOR

La oreja indiscreta

Ni soy James Stewart, ni mi novia es Grace Kelly, ni tengo una pierna escayolada, pero cada noche me imagino que soy el protagonista de la segunda parte de La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock. La ventana de mi diminuto estudio alquilado a un precio de escándalo en un barrio del norte de Madrid, se asoma a la puerta de un concurrido bar de tapas, al que acuden cada noche decenas de acomodados clientes sin ganas de hacerse la cena en casa. Yo no es que sea un fisgón ni que me excite viendo masticar a los clientes, pero me siento en la obligación de advertirles de que estoy al corriente de su vida privada, porque todos tienen la costumbre de salir a la calle para hablar con el teléfono móvil.

No podría reconocer sus caras, ni siquiera cómo visten, pero conozco el nombre de sus parejas, el partido que votan, el trato que les dan sus jefes, lo que opinan de sus amigos y hasta las mentiras que utilizan para llegar tarde a casa.

Soy una oreja que todo lo oye, muy a mi pesar, porque ya me gustaría seguir durmiendo sin más ruidos que los de mi trabajosa respiración de fumador, pero como la calle es estrecha, los cristales delgados y mi sueño quebradizo, sus voces, que a veces son alaridos, se reúnen gozosas en mi apartamento y yo, que me siento hospitalario, ahí que las tengo hasta las tantas haciéndome compañía.

Tengo pensado realquilar el piso a un escritor sin musa que vaya a publicar un best seller con las mejores conversaciones cazadas al vuelo, así que esta carta sólo es para animar a la gente del bar a que sus conversaciones incluyan conspiraciones, traiciones, infidelidades y también algo de sexo, para que el libro sea un éxito de ventas y así pueda comprarme un piso con vistas a un campo de grillos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 8 de septiembre de 2003