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COLUMNA

Quebrada y en casa

De esa suerte pretendían que se encontrara la pierna de la mujer casada, en los tiempos oscuros. Y de tal guisa pasé lo más atroz del verano, con una rodilla estropeada y de problemático remedio. Que nos pareciera el más riguroso agosto se debe a que estas aflicciones externas son incómodas de soportar, aunque vaya evaporándose el fastidio con los primeros síntomas otoñales y nos vuelvan a sorprender el año próximo. Quizás algunos días fui el único habitante del edificio donde vivo y he pasado semanas bajo el amparo del ventilador, arrastrando las muletas por el pasillo. Afortunadamente, la televisión empeora su calaña en esa época y nos empuja durante largas y sosegadas horas a la lectura. Pienso que en periodo vacacional deben ser anárquicas y variadas.

Para rendir el homenaje debido a don Miguel de Cervantes Saavedra eché mano del tomo que contiene las 13 Novelas ejemplares, editadas por Ramón Sopena a principios de 1936, suavemente actualizado el lenguaje de aquel siglo, sin apenas referencias o prólogos de latosa erudición. Contiene otras tantas ilustraciones realistas en tricromía, firmadas por E. Vicente, y me pregunté si sería el buen pintor, Eduardo de nombre, que tan bien reflejó la cutrería madrileña de la posguerra. Gran tipo el alcalaíno que tuvo siempre a la necesidad agarrotándole los dedos que tomaban la pluma. Entre las condiciones que le atribuyen quienes lo han leído de punta a cabo resalta, con ventaja, la bondad de corazón y de propósito. El argumento de las Novelas casi siempre termina bien y en eso se diferencia de Shakespeare, de Balzac, de Dostoiewski, y la fórmula es bastante pareja una con otra. Podría decirse que Cervantes fue la Corín Tellado del XVI, sin ánimo de desdoro ni chanza. Siempre triunfa el amor y la verdad; siempre hay un hidalgo de buena casa y corta hacienda que conoce a una pobre chica, segura triunfadora por su belleza en cualquier casting o concurso. La inmensa mayoría, de humilde y fingida condición, sea gitanilla, fregona o falsa inglesa, enmascara una alta cuna. Para evitarse líos descriptivos, Cervantes condesciende con la violación, originada por la ceguera de amor o aguda pasión de ánimo, pero con la secuela reiterada de que el agresor tuviera abolengo y la atropellada se quedase encinta de una sola sesión amorosa. Se parecían todos al tipo que en el Madrid de los entresiglos XIX y XX ofrecía sus servicios a las que pretendían ser amas de cría. Por el tino y los favorables resultados tuvo el apodo de Paco el Seguro. El fruto de las concupiscencias era entregado a gente de escaso rango, y en la bastarda se notaba el señorío a una legua, predominando la fuerza de la sangre sobre el medio ambiente que, casi siempre, solía ser el de un figón o una posada.

Después del atracón de las Novelas le hinqué el diente a La peau de chagrin, ladrillo romántico-naturalista que se salva por el deslumbrante lenguaje de don Honorato, en su lengua. Luego, el último -por ahora- Vargas Llosa, su moroso cuento de las cuatro esquinas y los entresijos detestables de Gauguin y su predecesora tía. Seguí combatiendo la canícula con El diario de Edith, donde Patricia Highsmidt, -que se daba un aire con el productor de cine Cesáreo González- cuenta la monótona historia de una chiflada. Siento no poder mencionar a algunos autores escandinavos o manchurianos, porque la reseña hubiera alcanzado mejor nivel. Para desengrasar releí algunos relatos de William Irish, que nunca decepcionan.

Alguna tarde inacabable dediqué a la música, pero el mismo Beethoven parecía aumentar el calor sofocante. Hice un ensayo, que recomiendo, y escuché unas cintas de gregoriano duro adquiridas hace años en el monasterio de El Paular, en cuya hospedería practiqué -si no me falla la memoria- placenteros himeneos, repostando fuerzas en el vecino Hostal del Marqués, cerrado hace años. No soy partidario del aire acondicionado, que suele proporcionar gripes veraniegas y cuesta un pico, pero estuve a punto de meterme en la bañera vestido, abrir la ducha y mantener asido un paraguas cerrado durante un rato. Así, con ampliaciones fotográficas de un prado y un robledal asturiano, me hubiera hecho a la idea de que no me había fallado el veraneo en aquella amada tierra. Lo he dejado para el año que viene, si se me arregla el estropicio y encuentro unas buenas panorámicas de la desembocadura del rio Nalón. ¡Qué le vamos a hacer, mala pata!

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 15 de septiembre de 2003