Un ironista diría de esta situación nacional que todo se hace tan confuso que el ciudadano es libre de pensar lo que quiera: demócrata, al fin. Pero hay que ser un optimista de la rama de los imbéciles para creer en esa libertad: estamos cada vez más condicionados entre la escuela y el cura -o el legionario de Cristo: se dice que tienen dos ministros-, el miedo y la indiferencia de que "al final, todo da lo mismo". Sobre los hechos caen los palabristas y los entenebrecen o los mejoran, unos frente a otros. Lo último es el plan Ibarretxe; con ese texto y el verbo divino de Arzalluz se pueden hacer toda clase de malabarismos y de tergiversaciones de forma que la iluminación le haga tener aspectos diferentes. Cuando éramos niños supimos que las máscaras del terror (Boris Karloff) se lograban iluminando las caras desde la barbilla, y lo hacíamos con linternas. Así los socialistas y conservadores con esos dos insensatos (el juicio es mío: ellos dicen cosas peores); y los suyos les iluminan desde arriba: santos vascos con halo. Nadie conoce los textos enteros (sólo los he visto en El Correo); aunque se publicaran, nadie los leería. Acepto los resúmenes de este periódico, y los creo justos. Pero podemos estar equivocados: el periódico, yo, el lector que aplicará a su análisis sus prejuicios correspondientes. No es más que un ejemplo, aunque el tema sea de peligrosidad alta; pero sucede continuamente con cada tema. Romero de Tejada, reelegido en la ejecutiva de Caja Madrid, está bajo sospecha: no sabemos si es un mafioso de la construcción, un alimentador de tránsfugas, un ladrón de elecciones, un honesto fotocopiador o un funcionario de su partido llamado popular, aunque toda clase de confusiones se arrojen sobre el huidizo concepto de pueblo. El pobre suspicaz piensa que aunque castigaran por algo a ese ser, el que le sucediera sería un clon.
Lo terrible es que, cuando las confusiones se aclaran, nada se resuelve. Parece que personajes o instituciones importantes han descubierto que no había armas de destrucción masiva en Irak y que no tenía nada que ver con el ataque feroz a las torres de Nueva York -ataque del que, por cierto, no conocemos el fondo-; pero da lo mismo. Usted y yo lo sabíamos desde antes de la invasión, y quién sabe si salimos a la calle en manifestación para decirlo y querer parar la guerra, pero no lo conseguimos. No creíamos a Aznar -yo, en nada- y ahí lo tenemos; y su delfín le continuará. Y si la gente acepta la confusión que le conviene: o si le da igual todo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 1 de octubre de 2003