Como peruana, agradezco que EL PAÍS dedicara un reportaje sobre el informe generado por la Comisión de la Verdad del Perú, algo que contribuye a difundir el compromiso con un Nunca Más en el ámbito internacional. Pero para profundizar en ese compromiso es necesario hacer una puntualización.
La muerte y la desaparición forzada de más de 69.000 peruanos (además de los 600.000 desplazados, la violación sistemática de miles de mujeres o las torturas a las que sobrevivieron otros miles de personas), que fustigó sobre todo a los sectores más pobres, y con mayor ferocidad a la población indígena quechuahablante, no responde a ningún "fatal destino milenario". Son factores objetivos los que se encuentran en las bases de tal fatalidad. Entre ellos, es necesario denunciar el racismo, la exclusión y la discriminación que gran parte de los peruanos desprenden hacia los compatriotas de rasgos físicos y culturales más indígenas.
De allí se deriva el total desprecio a la vida y la opinión de las víctimas que demostraron tanto Sendero Luminoso como la represión de las fuerzas armadas y policiales. Ello también explica que muchos peruanos (aparte de quienes se vieron directamente cuestionados por el informe, como el cardenal de Lima e importantes sectores de la oficialidad castrense y política) hayan criticado con fiereza esos resultados y la misma existencia de la Comisión, argumentando que por el bien de la patria bien valía la pena quemar el pajar en busca de la aguja de la discordia. Tanta insensibilidad sólo puede proceder de quien confía en que el pajar arrasado nunca será el suyo, sino el de aquellos que se considera de segunda clase, el de una población a la que históricamente nos hemos acostumbrado a ver padeciendo las medidas políticas, económicas, sociales e incluso revolucionarias con las que tantas veces se ha prometido salvar al país.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 6 de octubre de 2003