Juan Pablo II es monarca absoluto en el Vaticano -con "potestad suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia", dice el Código de Derecho Canónico-, pero sin heredero predeterminado. Y reina sobre mil millones de fieles repartidos por todo el planeta, resignados ya a su lento, imparable, camino hacia la muerte. De manera que, en los últimas días, se han desatado los pronósticos sobre los sucesores en un pontificado que se da por clausurado.
Suele decirse que quien entra papa en un cónclave sale cardenal. No siempre fue así -estaba cantado que el sucesor de Juan XXIII, el papa del Vaticano II, iba a ser Giovanni Battista Montini, futuro Pablo VI-, pero sí con mucha frecuencia. En este caso, no hay candidatos claros, pero sí debates previos asegurados. En primer lugar, tras este papa polaco -un papa largo: 25 años ya en la sede romana, si llega vivo al próximo día 16-, los cardenales se plantean si conviene volver a un papa italiano, o si ya procede elegir fuera de Europa, por ejemplo a algún prelado latinoamericano -el subcontinente donde más florece la Iglesia-, e incluso a un cardenal negro.
Al margen de esa disputa, los candidatos que más suenan son un tópico: Dionigi Tettamanzi, el pequeño y regordete cardenal de Milán, de 69 años, sustituto del mítico Carlo Maria Martini en la mayor diócesis del mundo y con un cierto aire de Juan XXIII, en conservador; Óscar Rodríguez Maradiaga, brillante cardenal de Tegucigalpa, de 59 años; o alguno de los señalados por el tan de moda eje franco-alemán, como Philippe Barbarin, arzobispo de Lyon nacido en Rabat (Marruecos) hace 52 años; el todopoderoso Ratzinger, el bávaro de 76 años que impera en la Curia, y el risueño cardenal de Viena, Cristoph Schönborn, de 58 años.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 6 de octubre de 2003