Recientemente los inspectores norteamericanos de armas de destrucción masiva han presentado un polémico informe. Tras meses de investigación de más de mil expertos, el resultado no es muy diferente al que, con un equipo mucho más modesto, expusieron Hans Blix y El Baradei meses atrás ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas: no hay pruebas de que Irak dispusiese de armas de destrucción masiva. Ni, por tanto, de que Sadam las pudiese utilizar en 45 minutos, ni en días ni en semanas. Dicho informe es, al tiempo, un indicador de salud democrática norteamericana y un serio mazazo para su Gobierno. Porque sin armas de destrucción masiva no había justificación jurídica para la guerra.
La impotencia e indignación de millones de personas en los momentos previos a la guerra se muestra también más fundada que las "pruebas concluyentes" de las que decían disponer algunos Gobiernos occidentales. Si bien este hecho no consuela a nadie, nos da una lección que no deberíamos olvidar. La necesidad de dirimir nuestras diferencias con arreglo a unas normas y mecanismos establecidos, por imperfectas que éstas sean. La paz merece siempre una oportunidad, y la violencia unilateral -eufemísticamente calificada como guerra preventiva- no es una alternativa razonable a la Carta de las Naciones Unidas. Se parece demasiado a la ley de la selva.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 8 de octubre de 2003