Siempre le habían inquietado las banderas, y más cuando un vexilólogo le reveló su origen en el poder y la propiedad. No eran si no una relación de dominio y sumisión en lienzo, en colores, en una fauna feroz y en un universo de bisutería. Tal vez representaban un fastuoso concepto de la patria, que no le interesaba, en absoluto. Porque la patria para él era un repartidor de pizzas, un oficinista jugándose el café a los chinos, un albañil exponiendo el tipo en el andamio, o un regateo del precio de los tomates. Y eso no aparecían en las banderas de fieras, aves de rapiña, espadas y escudos de armas. Ni aparecían los humildes gorriones urbanos, ni el banco del parque, entre eucaliptos y acacias, ni los escolares en sus pupitres, ni los creyentes en la intimidad de sus templos, ni los mineros en paro, a pie de hulla, ni los subcontratados de Repsol peleándose por sus derechos. Por eso siempre rehuía cualquier desfile militar, cualquier acto cívico, donde las banderas despertaban, en algunos, aplausos frenéticos y entusiasmos irracionales, que, sin embargo, no despertaban los sentimientos de las gentes, ni las necesidades de los pueblos. Los símbolos solares, los pájaros carniceros y los latines, habían desplazado a la realidad.
Pero aquel día, Madrid se llenó con todas las banderas victoriosas de Aznar: las de ciertos países que habían invadido o tolerado la invasión ilegal e injusta de Irak. No era una fiesta doméstica y común, era la exaltación del imperio. Y los marines paseaban, por las avenidas de un Estado sometido a sus delirios, la enseña de balas y estrellas. De barras y estrellas, le corrigió un colega. Es igual, con las barras también se aniquilan resistencia y corresponsalías. Solo Zapatero rechazó, en un gesto de coherencia y coraje, tanto descaro y docilidad. Y tuvo que soportar las sórdidas manipulaciones de Zaplana, y las ironías de un Trillo, cuyos conocimientos geográficos no van más allá de un islote de cabras. Por eso, ahora, ya no sólo le inquietan las banderas, sino que le producen colitis. La letrina es su última trinchera.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 15 de octubre de 2003