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COLUMNA

Alternativa comunitaria

Primero fue Silvio Berlusconi, cuyo libro está al caer como una bomba cualquiera, y ahora se apunta George Bush, dejando claro por dónde pasa el eje del mal verso, de la rima penosa. De las poéticas para echarse a llorar. O a temblar. Porque Bush es el presidente del país más poderoso y contagioso de la tierra y podemos suponer que si ahora, que son horas bajas, saca a relucir su poemita es porque piensa que puede reportarle algún beneficio, que va a conseguir con esa parida de las Rosas rojas (y perdónenme el recurso al desahogo pero es que esta forma de colonialismo poético me pone nudos en la garganta) enderezar a su electorado.

Y entonces la pregunta insoslayable es: ¿en qué mundo vivimos? O mejor, ¿en manos de qué ciudadanos del mundo estamos? Qué clase de gente es capaz de congraciarse con un gobernante como Bush, después de las atrocidades que le conocemos y las que no alcanzamos a saber, sólo porque le dice a su mujer "me falta tu bulto en la cama" (sic) o "el perro y el gato también te echan de menos".

Qué clase de sociedad merluza es capaz de tragarse el cebo y el anzuelo de esas palabras zafias y oportunistas, más evidentemente falsas que un euro de plástico. Y lo que es mucho peor, qué mentalidad y qué moral colectivas son capaces de ponerle a los dramas sangrientos del mundo -que llevan su denominación de origen- el texto y el título de una novelita rosa y quedarse tan anchas.

Y la respuesta la sabemos de memoria, pero en realidad como si nada. Dejándola estar, avanzar como una desertización inevitable. Los hilanderos de la identidad nacional están venga darle a los bolillos - al precio exorbitante que le conocemos al encaje-, mientras los niños de todo el mundo comen lo mismo, se visten igual y se programan con las mismas imágenes y los mismos discursos -que aquí se propagan en varias lenguas, revelando lo mal enfocado y/o baladí de muchos conflictos lingüísticos-, haciendo presagiar un inconsciente colectivo literal, quiero decir, un coma colectivo para dentro de muy poco tiempo.

Y no me olvido de la lucidez crítica, del talento intelectual y estético, de la solvencia moral de los otros norteamericanos, cuyos nombres o actitudes nos vienen enseguida a la cabeza, cuya contribución pública o privada nos acompaña en tantos sentidos.

No me olvido, pero me pregunto cuántos son y, sobre todo, dónde están cuando se vota. Porque a Bush, imperator de todos los ejércitos y pontifex maximus de la única moral, lo eligió para toda la humanidad una pequeñísima porción de la ciudadanía americana, la mitad del 39% del censo electoral que tuvo a bien acudir a las urnas.

Se habla mucho y a menudo con ligereza del sentimiento antiamericano de muchos europeos. No creo que sea sólo un sentimiento -por eso digo lo de ligereza- sino también un pensamiento no anti sino contra, una resistencia reflexiva al modelo social que la potencia norteamericana se impone a sí misma y en el que resume (reduce) su identidad y fundamenta sus exportaciones culturales y sus múltiples colonizaciones político-económicas. Ese pentimiento o sensamiento ("Hay que sentir para pensar y pensar para sentir", escribió Fernando Pessoa) de oposición, de repaso al modelo que Norteamérica predica de sí misma, me parece esencial para la construcción europea. Porque Europa, o es alternativa o no será.

Cada vez tengo más claro que la identidad es sólo perspectiva, posicionamiento; pertenencia y/o aspiración a un conjunto de valores. Y que la identidad europea, más allá de la estructura de sus competencias y el diseño de su poder, tiene fundamentalmente que ver con su postura. Con una visión fundada en el humanismo y la cultura. Activada por y para el compromiso social; por y para la capacidad creativa y crítica de una sociedad informada y formada. Que esa es la única alternativa. Quiero decir nuestra única esperanza.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 19 de octubre de 2003