Del último espectáculo de Carles Santos, El compositor, la cantant, el cuiner i la pecadora, su particular visión de la música de Rossini, sales de mejor humor del que has entrado. Marca de la factoría: en una hora y cinco minutos Santos te sirve un menú de buenas imágenes y buena música sin asomo de pedantería, que es de las cosas que más se agradecen de este artista de Vinaròs, libre como pocos.
El espectáculo se abre con una gota de agua. Una gota tenuemente iluminada que cae de lo alto del telar y al impactar produce un ligero hervor. El goteo se acelera doblando los tiempos, y a partir de ahí nace la vertiginosa sucesión de imágenes de esta obra. Algo tan nimio, humilde y poético como una gota de agua se convierte así en una solemne obertura, una conmovedora declaración de principios: no podía el minimalismo de Santos encontrar una síntesis más feliz. Pero a la vez esa imagen volátil está ya hablando de Rossini, penetrando en toda su producción con precisión quirúrgica: fija el carácter metronómico, gimnástico, vigoroso y resuelto de una música que descarta la improvisación.
El compositor, la cantant, el cuiner i la pecadora
De Carles Santos, con músicas propias y de Gioacchino Rossini. Intérpretes: Carles Santos, Clàudia Schneider, Antoni Comas, Alina Zaplatina. Vestuario y escenografía: Mariaelena Roqué. Teatro Nacional, Barcelona, 4 de noviembre.
No es cuestión de detallar aquí los cuadros que siguen, pero sí vale la pena destacar dos. En el primero, el piano, en el que Santos toca unas variaciones sobre diversos temas de El barbero, se mea en unos orinales que reproducen las efigies de Beethoven, Verdi y Wagner. La tradición como intercambio de fluidos corporales. Eso no sale en ninguna historia de la música y, sin embargo, qué gran verdad. En el segundo cuadro, el solemne Eia, mater, fons amoris del Stabat Mater, sirve de banda sonora a 16 grandes cazuelas de acero, dispuestas como tubos de órgano, que avanzan hacia el proscenio: una alusión a la seriedad con que Rossini afrontó el arte culinario y un homenaje a su impagable legado: los canelones.
Sorprendentemente, acaso por demasiado obvio, Santos no abusa, ni siquiera en los momentos de máxima carga erótica -los hay a mansalva-, del crescendo rossiniano, un celebérrimo estilema del compositor fácilmente identificable con la excitación sexual. Santos prefiere las piruetas vocales belcantistas para simbolizar el paroxismo del orgasmo. Y ahí está su avezada compañía para servir todo ello con minuciosidad absoluta: la mezzo Claudia Schneider, la soprano Alina Zaplatina, el tenor Antoni Comas. El magnífico vestuario de Mariaelena Roqué, que comparte con Santos la dirección artística, y la detallista iluminación de Luis Martí completan un espectáculo redondo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 6 de noviembre de 2003