Gil Shaham parece el hijo ideal, el yerno que toda suegra querría, el hermano perfecto, el hombre feliz. Irradia calma y la transmite desde el primer momento, metido en un chaqué que se adivina obligación mal llevada. Su acompañante, el pianista japonés Akira Eguchi, desmiente su nombre de personaje de cómic manga con idéntica sonrisa a la de su colega americano. Verles avanzar por el escenario y adivinar el disfrute que se avecina es todo uno. La fiesta está asegurada con esta pareja perfectamente avenida.
De los jóvenes violinistas que triunfan hoy por todas partes, Gil Shaham es probablemente el mejor, el más versátil, el que sabe adaptarse con mayor soltura a cualquier repertorio. A un sonido bellísimo -toca el Stradivarius Condesa de Polignac-, una línea inmaculada y una excepcional amplitud dinámica se une un concepto en el que prima la naturalidad, la finura de las líneas, la inteligencia y, cómo no, una técnica absolutamente deslumbrante. Y hay pasión, arrebato, fuerza. Quizá porque Shaham es, en el fondo, un romántico incurable. Lo que hizo en la 'Giga' de la segunda Partita, de Bach, es como para entrar en la leyenda personal de quienes tuvieron la suerte de escucharle, lo más parecido a la hipnosis musical no como terapia, sino como simple efecto. Pero hubo más, mucho más a lo largo de una velada asombrosa. Qué manera de abordar la sonata Primavera, de Beethoven, de expandir la expresión con una plenitud anímica que revela, ni más ni menos, grandeza de espíritu. Era la versión soñada, la que mueve los cimientos de lo oído tantas veces porque parece la primera. Su Fauré fue expansivo, idílico en las piezas breves -Berceuse, Morceau , Fileuse y Sicilienne-, apasionado, sensual, arrebatado en la preciosa Sonata en la mayor que revela, en sus manos, toda la trascendencia de un músico que tiene en la carnalidad -aunque luego se hiciera más melancólico- una de sus líneas de fuerza, casi siempre la más olvidada.
Gil Shaham
Gil Shaham, violín. Akira Eguchi, piano. Obras de Beethoven, Bach y Fauré. Auditorio Nacional. Madrid, 14 de noviembre.
Claro que para llevar a término semejante tarea hace falta un pianista como Dios manda. Y Akira Eguchi lo es. Cuidadoso, atento, discreto pero de una laboriosidad perfectamente perceptible, sabe volar con el violinista hasta esas alturas en las que la música de cámara se revela como una complicidad entre talentos. Demostró la importancia del piano en Beethoven y en la Sonata, de Fauré, otorgó a su papel toda la calidez que pide el subrayado de tanto enamoramiento desde el arranque al solo del allegro molto. No en vano él y Shaham proceden de la misma escuela, esa fábrica de grandes músicos que es la Juilliard School neoyorquina, allí donde Dorothy Delay se esforzaba porque los violinistas en agraz que se le confiaban no se parecieran entre sí como las gotas de agua. Algo le toca, pues, de que Shaham no haya más que uno. Ante el entusiasmo de la audiencia, regalaron la Ukelele Serenade, de Aaron Copland. Qué maravilla.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 16 de noviembre de 2003