Qué lejos nos parecen ahora aquellos polvorientos libros escolares de la dictadura falangista donde hasta en los enunciados de los problemas de matemáticas, entre otros muchos ejemplos, se tildaba despectivamente a los judíos de usureros, al pueblo latinoamericano de inferiores y sometidos, a las personas de color de esclavos, a la raza árabe de enemiga y diabólica, y a las niñas y mujeres de siervas de sus padres, abuelos y maridos como mandaba la católica, apostólica y romana iglesia.
Ha pasado ese tiempo oscuro y ya en nuestros días los libros de texto de nuestros niños han cambiado: son más plurales, más respetuosos y, cómo no, más reales y creíbles al mostrarles la sociedad multicultural y multirracial que ellos observan cada día. Una sociedad moderna y democrática que ya ha comenzado a sensibilizarse de que el hecho de que sus ciudadanos sean diferentes, lejos de producir miedo y rechazo, debe enriquecernos.
No obstante, en la escuela somos muchos los educadores que todavía consideramos que existe un gran muro aún por derruir: la total integración e interrelación del alumnado inmigrante que puebla nuestras escuelas, sobre todo en la Costa del Sol. Un conjunto de niños conformado por magrebíes, británicos, suecos o alemanes. Gracias a esa circunstancia disponemos de un perfecto recurso para enseñar y mostrar a nuestros alumnos y a sus familias valores como el respeto, la igualdad de derechos y el interés por conocer otras culturas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 19 de noviembre de 2003