Nos ayuda en las tareas domésticas una joven señora marroquí y musulmana que, por su matrimonio con otro marroquí que obtuvo hace más de catorce años la nacionalidad española, también la adquirió. Como es natural, lleva el pañuelo a la cabeza que la distingue en su confesión musulmana; este hecho y el que hable la lengua árabe -que comparte con las lenguas española y francesa, que asimismo domina- al parecer molestan a cierta clase de energúmenos de nuestro barrio, Manoteras, que la insultan y la increpan. Llega a casa hecha un mar de lágrimas por el desprecio sufrido, y entre nuestras palabras de consuelo están las de aconsejarle que exhiba ante dichos cafres -no es la primera vez que le ocurre- su documento nacional de identidad como española y a la vez les diga que se avergüenza de compartir la nacionalidad con individuos como ellos.
Pertenezco a una asociación que agrupa a muchos de los antiguos residentes en Marruecos -españoles, marroquíes musulmanes e israelíes-, en cuyo país convivimos no sólo en tolerancia, sino también en conocimiento mutuo y aprecio de nuestras singularidades durante muchos años.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 19 de noviembre de 2003